Francisco de Goya. Tristes pensamientos de lo que está por venir (1810). |
(...) Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de
un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista,
distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados
que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición —que le recordó a los
jurados de su infancia— fue suficiente para desatar una profusión de reflejos
de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
A los veinte
pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas.
Era el portero.
—Por favor —decía—.
¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo
están esperando —Matías se volvió, rojo de ira.
—¡Yo soy
cobrador! —contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna
vergonzosa confusión.
El portero le
pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida,
torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se
resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente
en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
Cuando los niños
que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su
letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una
humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente
eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por
todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por
un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer lo
esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura,
tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una
sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los
brazos abiertos.
—¿Qué tal te ha
ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
—¡Magnífico!...
¡Todo ha sido magnífico! —Balbuceó Matías—. ¡Me aplaudieron! —pero al sentir
los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por
primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y
se echó desconsoladamente a llorar.
Julio Ramón Ribeyro. El profesor suplente (1964).
Muchísimas gracias por este descubrimiento, me ha llamado la atención y al investigar y leer un poco más me he llevado una grata sorpresa.
ResponderEliminarSaludos!
Me alegra que te haya agradado este fragmento. Julio Ramón Ribeyro es considerado uno de los mejores cuentistas peruanos.
EliminarSaludos. :)