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sábado, 23 de marzo de 2013

George Orwell: la angustia del torturado

Francisco de Goya. Prisionero encadenado (1806 - 1812).

   —He apretado el primer resorte —dijo O'Brien—. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
   La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Solo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el cuerpo de otro ser humano entre las ratas y él.
(…)
   —Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
   La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino solo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que en todo el mundo solo había una persona a la que pudiese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
   —¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!

George Orwell. 1984 (1949).

sábado, 9 de marzo de 2013

George Orwell: una conversación peligrosa

Mijaíl Nésterov. Los hermanos Korin (1930).

   —¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.
   —Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente. Lo veré en el cine, seguramente.
   —Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.
   Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.
   —Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

George Orwell. 1984 (1949).