martes, 31 de enero de 2012

Camus: no se cambia nunca de vida

Caspar Friedrich. Caminante.
Poco después, el patrón me hizo llamar y de momento me sentí molesto porque pensé que iba a decirme que telefoneara menos y trabajara mejor. No era nada de eso. Me explicó que iba a hablarme de un proyecto todavía muy vago. Tenía la intención de instalar una oficina en París que se ocuparía de sus negocios allí, y directamente, con las grandes compañías, y quería saber si yo estaría dispuesto a ir. Podría así vivir en París y viajar, además, una parte del año. "Usted es joven y tengo la impresión de que es una vida que ha de gustarle." Dije que sí, pero que en el fondo me daba igual. Me preguntó entonces si no me interesaba un cambio de vida. Contesté que no se cambia nunca de vida, que en cualquier caso todas valían lo mismo y que la mía estaba lejos de disgustarme. Pareció descontento, me dijo que nunca respondía directamente, que no tenía ambición y que eso era desastroso en los negocios. Hubiera preferido no decepcionarlo, pero no veía razón alguna para cambiar de vida. Pensándolo bien, no me sentía desgraciado. Cuando era estudiante, tenía yo muchas ambiciones de ese tipo. Luego, cuando tuve que abandonar mis estudios, comprendí muy pronto que todo eso carecía de verdadera importancia.

Albert Camus. El extranjero (1942).

domingo, 29 de enero de 2012

Novakovich: carta de un niño al dictador Josip Broz 'Tito'

Albert Anker. Un niño escribiendo.

   Ivan quería expresar su admiración por el presidente. (...) En realidad, la admiración por el presidente se había institucionalizado. Los colegiales de todo el país tenían que escribirle una carta al presidente con motivo de su cumpleaños, el 25 de mayo, día de la Juventud. (...) Durante varias semanas, unas atletas muy guapas y unos atletas muy elegantes se relevaron transportando las cartas a través de las seis repúblicas y las dos regiones autónomas del país, deteniéndose en cada ciudad por la que pasaban para recibir con alborozo más cartas jubilosas en las plazas de dichas ciudades, que solían llevar el nombre de Plaza del Mariscal Tito.
(...)
   Ivan tenía la inspiración suficiente como para escribir la mejor carta de todas. (...) Lanzó una mirada de superioridad sobre el resto de la clase y se puso a escribir. Estaba seguro de que ganaría.
  
   Nuestra Alteza el Presidente:
   Santificado sea tu nombre, hágase tu voluntad así en el extranjero de fuera, como en nuestra casa de dentro, danos hoy nuestro pan de cada día y pelotas de fútbol de cuero.
  Nuestra alteza, omnipotente, omnipresente y omnisciente Presidente, te queremos más allá de todo lo razonable. No hay palabras para expresar lo omnimaravilloso que eres. Nos sentimos honrados, como gusanos que somos, de que se nos permita arrastrarnos sobre la polvorienta senda del socialismo. Cuánto amamos pronunciar tu nombre sabiendo que hasta con tu dedo meñique, aunque incluso tu dedo meñique es grande, podrías aplastarnos y convertirnos en polvo igual que la sal deshace la nieve. Tú condujiste a los fuertes y valientes y heroicos partisanos contra aquellos desalmados robots paganos, los alemanes capitalistas, que incluso hoy descarrían a nuestro pueblo llevándolos a trabajar a sus fábricas. Tú nos has dado la más auténtica igualdad, derramando tu sangre en numerosas batallas, y siempre luchaste tan valerosamente contra las tropas alemanas que nunca consiguieron capturarte, de modo que ninguno de nosotros pereciera sino que pudiéramos todos vivir en un estado de gracia maravilloso, hermoso, encantador, sorprendente, asombroso, para cantar tus alabanzas por los siglos de los siglos o al menos mientras aguanten nuestras gargantas.
   Muchas gracias. Gloria a ti, gloria por encima de todo raciocinio humano y divino.
   ¡Muerte al fascismo y libertad para el pueblo!
   Tu camarada arrastrado por el polvo,
IVAN DOLINAR

   Con aire triunfal, le entregó la carta a la maestra, que la leyó sin tardanza. La mujer se puso roja y gritó en voz alta:
  —¡Ven aquí, granuja! ¡Cómo te atreves a escribir unas cosas tan ridículas! ¡Quién podría imaginar un cinismo así en un niño!
   —Pues yo estoy seguro que es la mejor carta de toda la República Socialista de Croacia. Al presidente le gustará.
   La maestra hizo pezados la carta y envió a Iván al rincón, donde le ordenó que se pusiera de rodillas sobre granos de maíz mientras los demás alumnos se ejercitaban en simplificar fracciones.

Josip Novakovich. El día de los inocentes (2004).

viernes, 27 de enero de 2012

Borges: episodio del enemigo

Marc Chagall. Caín y Abel (1911).
   Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
   —Uno cree que los años pasan para uno —le dije—, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
   Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
   —Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
   Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
   —En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
  —Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
   —Puedo hacer una cosa —le contesté.
   —¿Cual? —Me preguntó.
   —Despertarme.
   Y así lo hice.

Jorge Luis Borges. Episodio del enemigo en El oro de los tigres (1972).

jueves, 26 de enero de 2012

Tolstoi: la propia vida para un moribundo


La boda... la súbita desilusión, el olor de la boca de su mujer, la sensualidad, el fingimiento. Y este trabajo muerto, y estas preocupaciones por el dinero, y así un año, y dos, y diez, y veinte, y siempre lo mismo. Y, conforme el tiempo avanzaba, más muerto era todo.
"Me deslizaba cuesta abajo y me imaginaba que iba cuesta arriba. Así fue. En la medida en que, en opinión de la gente, iba en ascenso, la vida se escapaba bajo mis pies... Y ahora estoy listo, ¡puedo morirme!"


León Tolstoi. La muerte de Iván Ilich (1886).

Kafka: la razón última del ayuno


Removieron la paja con unas pértigas y entre ella encontraron al artista.
—¿Aún sigues ayunando? —preguntó el guarda—. ¿Cuándo acabarás de una vez?
—Perdonadme todos —susurró el artista; solo el guarda, que tenía pegada la oreja a la verja, le entendió.
—Claro —dijo, y se llevó el dedo a la sien para indicar con esto al personal el estado del artista—, te perdonamos.
—Siempre he querido que admiraseis mi ayuno —dijo el artista.
—Y lo admiramos —dijo el guarda, comprensivo.
—Pero no deberíais admirarlo —dijo el artista.
—Bueno, pues no lo admiramos —dijo el guarda—, ¿por qué no vamos a admirarlo?
—Porque yo tengo que ayunar, no puedo hacer otra cosa —dijo el artista.
—Mira este —dijo el guarda—, ¿por qué no puedes hacer otra cosa?
—Porque —dijo el artista, alzó un poco la cabecita y habló, con los labios aguzados como para besar, directamente al oído del guarda— no podía encontrar una comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, créeme, no habría causado ningún escándalo y me la hubiese comido como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero en sus ojos rotos quedó aún la firme, aunque ya no orgullosa convicción, de que seguía ayunando.

Franz Kafka. Un artista del hambre (1924).

Sabato: fragmento iniciático


Francisco de Goya. El gigante.
(…) y con muchas precauciones me robé de Gibert un tratado de análisis matemático de Borel y cuando en un café comencé a estudiarlo, mientras afuera hacía frío y yo tomaba un café caliente, comencé a pensar en aquellos que dicen
que este mercado en que vivimos
está formado por una única sustancia
que se transmuta en árboles, criminales y montañas,
intentando copiar un petrificado museo
de ideas.
Aseguran
(antiguos viajeros, escrutadores de pirámides, individuos que en sueños lo han entrevisto, algún mistagogo) que es una pasmosa colección de objetos inconmovibles y estáticos: inmortales árboles, petrificados tigres,
junto a triángulos y paralelepípedos.
Y también un hombre perfecto,
formado con cristales de eternidad,
al que torpemente quiere parecerse
(el dibujo de un niño)
un montón de partículas universales
que antes eran sal, agua, batracio,
fuego y nube,
excrementos de toro y de caballo,
vísceras podridas en campos de combate.
De modo que (siguen explicando esos viajeros, aunque ahora con levísima ironía en los ojos) con esa inmunda mezcla
de basura, tierra y restos de comida,
purificándola con agua y sol,
cuidándola anhelosamente
contra los despreciativos y sarcásticos poderes
de las grandes fuerzas terrestres
(el rayo, el huracán, el mar enfurecido, la lepra) se intenta un burdo simulacro
del hombre de cristal.
Pero aunque crece, prospera (le van bien las cosas, ¿eh?)
de pronto empieza a vacilar
hace esfuerzos desesperados
y finalmente muere
como ridícula caricatura,
volviendo a ser barro y excremento de vaca.
Si no logra al menos la dignidad del fuego.

Ernesto Sabato. Reportaje en Abaddón el Exterminador (1974).