Mostrando entradas con la etiqueta Microrrelatos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Microrrelatos. Mostrar todas las entradas

jueves, 22 de agosto de 2013

Monterroso: un escritor criticado

Horace Pippin. Amish Letter Writer (1940).
Escribió un drama: dijeron que se creía Shakespeare;
Escribió una novela: dijeron que se creía Proust;
Escribió un cuento: dijeron que se creía Chejov;
Escribió una carta: dijeron que se creía Lord Chesterfield;
Escribió un diario: dijeron que se creía Pavese;
Escribió una despedida: dijeron que se creía Cervantes;
Dejo de escribir: dijeron que se creía Rimbaud;
Escribió un epitafio: dijeron que se creía difunto.

Augusto Monterroso. Epitafio encontrado en el cementerio Monte Parnaso de San Blas (1987).

sábado, 10 de noviembre de 2012

Augusto Monterroso: la verdadera Penélope

John William Waterhouse. Penélope y los pretendientes (1912).

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
   Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez  más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
  De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

Augusto Monterroso. La tela de Penélope en La oveja negra y demás fábulas (1969).

miércoles, 24 de octubre de 2012

Augusto Monterroso: una cadena de sueños

Wojciech Siudmak. Metamorfosis
Era una vez una Cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una Cucaracha.

Augusto Monterroso. La cucaracha soñadora (1969).

sábado, 4 de febrero de 2012

Atxaga: cuando una mujer esconde su rostro

Mauricio Rugendas. Tapada limeña.
   Sí, me cubrí el rostro con esta tupida red el día en que se me quemaron las manos. La gente sentía piedad por mí. Sentía piedad, sobre todo, porque pensaba que también mi cara había resultado quemada; y yo estaba segura de que el secreto me hacía superior a todos ellos, de que así burlaba su morbosidad.
  Sabían que yo era una mujer hermosa y que doce hombres me enviaban flores cada día.
   Uno de esos hombres se quemó la cara pensando que así ambos estaríamos en las mismas condiciones, en idéntica y dolorosa situación. Me escribió una carta diciéndome: ahora somos iguales, toma mi actitud como una prueba de amor.
  Lloré amargamente durante muchas noches. Lloré por mi orgullo y por la humildad de mi amante; pensé que, en justa correspondencia, yo debía hacer lo mismo que él: quemarme la cara.
   Si dejé de hacerlo no fue por el sufrimiento físico ni por ningún otro temor, sino porque comprendí que una relación amorosa que empezara con esa fuerza habría de tener, necesariamente, una continuación mucho más prosaica. Por otro lado, no podía permitir que él conociera mi secreto, hubiera sido demasiado cruel. Por eso he ido esta noche a su casa. También él se cubría con un velo. Le he ofrecido mis pechos y nos hemos amado en silencio; era feliz cuando le clavé este cuchillo en el corazón. Y ahora sólo me queda llorar por mi mala suerte.

Bernardo Atxaga. Para escribir un cuento en cinco minutos en Obabakoak (1988).

viernes, 27 de enero de 2012

Borges: episodio del enemigo

Marc Chagall. Caín y Abel (1911).
   Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me incliné sobre él para que me oyera.
   —Uno cree que los años pasan para uno —le dije—, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
   Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me dijo entonces con voz firme:
   —Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
   Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:
   —En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.
  —Precisamente porque ya no soy aquel niño —me replicó— tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
   —Puedo hacer una cosa —le contesté.
   —¿Cual? —Me preguntó.
   —Despertarme.
   Y así lo hice.

Jorge Luis Borges. Episodio del enemigo en El oro de los tigres (1972).