lunes, 30 de septiembre de 2013

Chéjov: retrato de un personaje

Vincent van Gogh. Autorretrato (1886).
   Me gusta su cara ancha, de pómulos salientes, siempre pálida y desgraciada. En ella se refleja, como en un espejo, un alma atormentada por la lucha y el prologando terror. Sus muecas son extrañas y enfermizas, pero los finos trazos que el profundo sufrimiento ha grabado en su rostro son severos e inteligentes, y en los ojos hay un brillo cálido y sano. Me gusta todo de él, educado, servicial e inusitadamente delicado en su trato con todos, menos con Nikita. Cuando a alguien se le cae un botón o una cuchara, salta rápidamente de la cama y lo recoge. Cada mañana saluda con un buenos días a sus compañeros, y al acostarse les desea buenas noches.


Antón Chéjov. El pabellón número 6 (1892).

domingo, 29 de septiembre de 2013

Ricardo Palma: para batallas, las de antes

Albrecht Altdorfer. La batalla de Alejandro en Issos, fragmento (1529).
   Aquellos sí eran tiempos en los que, para entrar en batalla, se necesitaba tener gran corazón. Los combates terminaban cuerpo a cuerpo, y el vigor, la destreza y lo levantado del ánimo decidían el éxito.
   Las armas de fuego distaban tres siglos del fusil de aguja y eran más bien un estorbo para el soldado, que no podía utilizar el mosquete o arcabuz si no iba provisto de eslabón, pedernal y yesca para encender la mecha. La artillería estaba en la edad del babador; pues los pedreros o falconetes, si para algo servían era para meter ruido como los petardos. Propiamente hablando, la pólvora se gastaba en salvas; pues no conociéndose aún escala de punterías, las balas iban por donde el diablo las guiaba. Hoy es una delicia caer en el campo de batalla. Así el mandria como el audaz, con la limpieza con que se resuelve una ecuación de tercer grado. Muere el prójimo matemáticamente, en toda regla, sin error de suma o pluma; y ello, al fin, debe ser un consuelo que se lleva el alma al otro barrio. Decididamente, hogaño una bala de cañón es una bala científica, que nace educada y sabiendo a punto fijo dónde va a parar. Esto es progreso, y lo demás es chiribitas y agua de borrajas.


Ricardo Palma. Los caballeros de la capa (1874).

sábado, 28 de septiembre de 2013

Chéjov: perderse en una aventura

Pierre-Auguste Renoir. Los amantes (1875).
   —Hace un poco de frío —dijo Olga Ivánovna, y se estremeció.
   Riabovski la envolvió en su capa y dijo con voz triste:
   —Me siento en su poder. Soy su esclavo. ¿Por qué está usted hoy tan fascinadora?
   La miraba sin apartar ni un momento los ojos de ella. La expresión de sus ojos daba miedo y la mujer no se atrevía a mirarlo.   
   —La amo con locura… —balbuceaba él, lanzándole el aliento a la mejilla—. Una palabra suya, y dejaré de existir, abandonaré el arte —siguió su susurro preñado de emoción—. Ámeme.
   —No diga eso —dijo Olga Ivánovna, cerrando los ojos—. Me da miedo. ¿Y Dýmov?
   —¿Qué pasa con Dýmov? ¿Qué tiene que ver? ¿Qué me importa Dýmov? ¡Veo el Volga, la luna, la belleza, mi amor, mi pasión, eso sí, pero a ningún Dýmov…! ¡Oh, no sé nada de…! ¡Qué falta me hace el pasado; deme tan solo un instante! ¡Un instante!
   El corazón de Olga Ivánovna latió con fuerza. Quiso pensar en su marido, pero todo su pasado, la boda, Dýmov, las veladas… todo le parecía nimio, ridículo y gris, inútil y lejano, muy lejano… Porque, en efecto ¿qué pasaba con Dýmov? ¿Qué tenía que ver aquí? ¿Qué le importaba Dýmov? Y por lo demás, ¿existía él en realidad o era solo un sueño?
   «A un hombre simple y corriente como él le basta con la felicidad que ya ha recibido —pensaba la mujer, tapándose el rostro con las manos—. Que los demás me critiquen allí, que me maldigan. ¿Qué me importa? Por mucho que digan, iré y me perderé, sí, me dejaré llevar por la perdición. En esta vida hay que probarlo todo. ¡Dios mío, qué horror y qué maravilla!»

Antón Chéjov. La cigarra (1892).
                

viernes, 27 de septiembre de 2013

Chéjov: estaría bien perder el mundo de vista

Boris Kustodiev. En el Volga (1922).
   Una callada noche de luna de julio, Olga Ivánovna se encontraba sobre la cubierta de un vapor que recorría el Volga. Contemplaba los brillos del agua y las hermosas orillas iluminadas por la luz de la luna. Junto a ella se encontraba Riabovski, que decía que las sombras oscuras del agua no eran sombras sino un sueño, que al ver estas aguas hechizadas, irisadas de brillos fantásticos, el cielo insondable y las orillas melancólicas y pensativas que parecían hablarnos sobre la vanidad de la vida o sobre la existencia de algo superior, eterno y bienaventurado, estaría bien perder el mundo de vista, morir, tornarse recuerdo. El pasado era vulgar y carente de interés; el futuro, nimio, y aquella noche milagrosa y única pronto acabaría, se fundiría con la eternidad. Entonces, ¿para qué vivir?
   Olga Ivánovna, ora atenta a la voz de Riabovski, ora absorta en el silencio de la noche, pensaba que era inmortal y que nunca iba a morir. El fulgor turquesa del agua como nunca antes lo había visto, el cielo, las orillas, las sombras negras y una alegría desbordante colmaban su alma, y le decían que de ella saldría una gran pintora, que en alguna parte lejana, más allá de la noche de la luna, en el espacio infinito, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo…


Antón Chéjov. La cigarra (1892).

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Chéjov: una breve esperanza

Iliá Repin. Procesión religiosa en Kursk Gubernia (1880).
   Pero en Zhúkovo, en esta Jolúyevka, se celebraba una auténtica fiesta religiosa. Eso sucedía en agosto, cuando por toda la comarca llevaban de pueblo en pueblo la Virgen de los Milagros. El día que la imagen tenía que llegar a Zhúkovo amaneció silencioso y nublado. Ya desde la mañana, las muchachas fueron a la iglesia, ataviadas con hermosos vestidos de fiesta y trajeron el icono por la tarde, en procesión y entre cantos. Desde la orilla sonaban las campanas. Una inmensa muchedumbre de lugareños y forasteros inundó la calle: ruido, polvo y apretujones… El viejo, la abuela y Kiriak no cesaban de extender las manos hacia la imagen, hacia la que dirigían sus ojos ávidos, diciendo entre sollozos:
   —¡Madre protectora! ¡Madre protectora!
   De pronto todos parecieron comprender que entre cielo y tierra no había un vacío, que no todo estaba en manos de los ricos y de los poderosos, que aún existía alguien que los defendiera contra las ofensas, la esclava servidumbre, la insoportable miseria y el terrible vodka.
   —¡Madre protectora! —sollozaba María— ¡Madre nuestra!
   Pero concluyó la ceremonia, se llevaron el icono y todo fue como antes. De nuevo llegaron de la taberna las voces ebrias y las blasfemias.


Antón Chéjov. Campesinos (1897).

martes, 24 de septiembre de 2013

Ayn Rand: es preciso hacer algo grande

Moïse Kisling. Los hijos del doctor Tas (1930).
   Evocó un día de verano, cuando tenía diez años. En un claro de los bosques, su única y estimada compañera de infancia le contó lo que serían cuando se hicieran mayores. Sus palabras sonaron duras y brillantes como la luz del sol. Escuchó admirado y suspenso. Cuando la niña le preguntó qué quería ser él, repuso sin vacilar: «Lo que esté mejor», y añadió: «Es preciso hacer algo grande… entre los dos». «¿Cómo?», preguntó la niña. Y repuso: «No lo sé. Hay que buscarlo. No basta con lo que has dicho. No basta tener un negocio y ganarse la vida. Hay otras cosas, como vencer en batallas, salvar gente de incendios o trepar a montañas». «¿Para qué?», preguntó su compañera. Y él contestó: «El pastor dijo el domingo pasado que siempre hay que buscar lo mejor de nosotros. ¿Qué crees tú que será lo mejor de nosotros?» «No lo sé.» «Pues hay que averiguarlo.» Ella no contestó; miraba a la distancia, a lo largo de la vía férrea.


Ayn Rand. La rebelión de Atlas (1957).

domingo, 22 de septiembre de 2013

Camus: el arte para no morir

David Teniers el Joven. La galería del archiduque Leopoldo en Bruselas (1639).
Todas esas vidas mantenidas en el aire avaro de lo absurdo no podrían sostenerse sin algún pensamiento profundo y constante que las animara con su fuerza. Solo puede deberse, también en este caso, a un singular sentimiento de fidelidad. Se ha visto a hombres conscientes cumplir su tarea en medio de las guerras más estúpidas sin creerse en contradicción. Es que se trataba de no eludir nada. Hay asimismo una felicidad metafísica en sostener la absurdidad del mundo. La conquista o el escenario, el amor innumerable, la revuelta absurda, son homenajes que el hombre rinde a su dignidad en una campaña en la que está vencido de antemano.
   Se trata solamente de ser fiel a la regla del combate. Este pensamiento puede bastar para alimentar a un espíritu: sostuvo y sostiene a civilizaciones enteras. La guerra no se niega. Hay que morir o vivir de ella. Y lo mismo lo absurdo: se trata de respirar con él, de reconocer sus lecciones y de encontrar su carne. A este respecto, el goce absurdo por excelencia es la creación. “El arte y nada más que el arte —dice Nietzsche—, tenemos el arte para no morir de la verdad.”

Albert Camus. El mito de Sísifo (1942).

viernes, 20 de septiembre de 2013

J. R. Ribeyro: batirse en retirada

Francisco de Goya. Tristes pensamientos de lo que está por venir (1810).
(...) Al divisar la verja asumió el aire profundo y atareado de un hombre de negocios. Se disponía a cruzarla cuando, al levantar la vista, distinguió al lado del portero a un cónclave de hombres canosos y ensotanados que lo espiaban, inquietos. Esta inesperada composición —que le recordó a los jurados de su infancia— fue suficiente para desatar una profusión de reflejos de defensa y, virando con rapidez, se escapó hacia la avenida.
   A los veinte pasos se dio cuenta de que alguien lo seguía. Una voz sonaba a sus espaldas. Era el portero.
   —Por favor —decía—. ¿No es usted el señor Palomino, el nuevo profesor de historia? Los hermanos lo están esperando Matías se volvió, rojo de ira.
   —¡Yo soy cobrador! —contestó brutalmente, como si hubiera sido víctima de alguna vergonzosa confusión.
   El portero le pidió excusas y se retiró. Matías prosiguió su camino, llegó a la avenida, torció al parque, anduvo sin rumbo entre la gente que iba de compras, se resbaló en un sardinel, estuvo a punto de derribar a un ciego y cayó finalmente en una banca, abochornado, entorpecido, como si tuviera un queso por cerebro.
   Cuando los niños que salían del colegio comenzaron a retozar a su alrededor, despertó de su letargo. Confundido aún, bajo la impresión de haber sido objeto de una humillante estafa, se incorporó y tomó el camino de su casa. Inconscientemente eligió una ruta llena de meandros. Se distraía. La realidad se le escapaba por todas las fisuras de su imaginación. Pensaba que algún día sería millonario por un golpe de azar. Solamente cuando llegó a la quinta y vio que su mujer lo esperaba en la puerta del departamento, con el delantal amarrado a su cintura, tomó conciencia de su enorme frustración. No obstante se repuso, tentó una sonrisa y se aprestó a recibir a su mujer, que ya corría por el pasillo con los brazos abiertos.
   —¿Qué tal te ha ido? ¿Dictaste tu clase? ¿Qué han dicho los alumnos?
   —¡Magnífico!... ¡Todo ha sido magnífico! —Balbuceó Matías—. ¡Me aplaudieron! —pero al sentir los brazos de su mujer que lo enlazaban del cuello y al ver en sus ojos, por primera vez, una llama de invencible orgullo, inclinó con violencia la cabeza y se echó desconsoladamente a llorar.

Julio Ramón Ribeyro. El profesor suplente (1964).

martes, 17 de septiembre de 2013

Camus: algo que ayuda a seguir

Calígula. Adaptación de Jaime Azpilicueta. TVE (1971).
EL JOVEN ESCIPIÓN
A todos los hombres la vida les depara alguna cosa grata que les ayuda a seguir. Hacia ella se vuelven cuando sienten que no pueden más.

CALÍGULA
Es cierto, Escipión.

EL JOVEN ESCIPIÓN
¿Y no hay nada así en la tuya: el instante del llanto, un refugio silencioso?

CALÍGULA
Bueno, sí.

EL JOVEN ESCIPIÓN
¿Y qué es?

CALÍGULA
El desprecio.


Albert Camus. Calígula (1944).