Boris Kustodiev. En el Volga (1922). |
Una callada
noche de luna de julio, Olga Ivánovna se encontraba sobre la cubierta de un
vapor que recorría el Volga. Contemplaba los brillos del agua y las hermosas
orillas iluminadas por la luz de la luna. Junto a ella se encontraba Riabovski,
que decía que las sombras oscuras del agua no eran sombras sino un sueño, que
al ver estas aguas hechizadas, irisadas de brillos fantásticos, el cielo
insondable y las orillas melancólicas y pensativas que parecían hablarnos sobre
la vanidad de la vida o sobre la existencia de algo superior, eterno y
bienaventurado, estaría bien perder el mundo de vista, morir, tornarse
recuerdo. El pasado era vulgar y carente de interés; el futuro, nimio, y
aquella noche milagrosa y única pronto acabaría, se fundiría con la eternidad.
Entonces, ¿para qué vivir?
Olga Ivánovna,
ora atenta a la voz de Riabovski, ora absorta en el silencio de la noche,
pensaba que era inmortal y que nunca iba a morir. El fulgor turquesa del agua
como nunca antes lo había visto, el cielo, las orillas, las sombras negras y
una alegría desbordante colmaban su alma, y le decían que de ella saldría una
gran pintora, que en alguna parte lejana, más allá de la noche de la luna, en
el espacio infinito, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo…
Antón Chéjov. La cigarra (1892).
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