viernes, 31 de agosto de 2012

Christina Rossetti: una decepción reservada

Frederick Frary Fursman. En el jardín (1909).
   Es fácil ridiculizar a una mujer de casi treinta años por creerse amada sin que se le haya dicho una palabra y por sufrir después una gran decepción; sin embargo, Lucy Charlmont no era una persona digna de desprecio. Aunque durante un tiempo había vivido engañada, jamás había permitido que el señor Hartley percibiera el menor atisbo de sus falsas esperanzas; y, si bien ahora se sentía decepcionada, luchaba  con valor para no revelar su pena. Sola en su habitación, podía sufrir de manera intensa y visible, pero en cuanto alguien la miraba se mantenía firme. Algunas veces tenía la sensación de que, de un momento a otro, sus nervios cederían a la tensión; pero ese momento no llegó nunca y resistió. Pero ¿quién es lo bastante fuerte para aguantar día tras día una tensión extrema y no mostrar el menor indicio?

Christina Rossetti. Lugares comunes (1870).

martes, 28 de agosto de 2012

Edith Wharton: dos espíritus en comunión

Paul Cezanne. Pareja en un jardín (1873).

   Hacía ya un año que Mattie Silver vivía bajo su techo, y él tenía frecuentes ocasiones de verla desde primera hora de la mañana hasta que se sentaban a cenar; pero ningún momento en su compañía era comparable a aquellos en que volvían a la granja andando de noche y ella le cogía del brazo y corría a paso ligero para seguir el ritmo de las largas zancadas de él. (…)
   Y, en los paseos nocturnos de vuelta a la granja, era cuando sentía más intensamente la dulzura de esta comunión. Siempre había sido más sensible al encanto de la belleza natural que la gente que le rodeaba. Sus estudios inconclusos habían moldeado esa sensibilidad y, hasta en los momentos de mayor desdicha, el campo y el hielo le hablaban con persuasión profunda y convincente. Pero la emoción había sido hasta entonces como un dolor silencioso que velaba de tristeza la belleza que evocaba. Ni siquiera sabía si existía en el mundo otra persona que sintiera como él, o si él era la única víctima de este triste privilegio. Y entonces descubrió que otro espíritu temblaba con la misma sensación de asombro: que a su lado, viviendo bajo su techo y comiendo su pan, había una criatura a quien podía decirle: <<La de allá es Orión; aquella grande de la derecha, Aldebarán; y ese grupo de estrellitas que parece un enjambre de abejas… son las Pléyades>>.

Edith Wharton. Ethan Frome (1911).

jueves, 23 de agosto de 2012

Hermann Hesse: la mejor idea de Siddhartha

Erte. Número 8.

—(…) También he encontrado otra idea que acaso tú, Govinda, vuelvas a tomar por broma o por locura, pero que es la mejor de todas mis ideas. Hela aquí: lo contrario de toda verdad es también verdadero. Me explico: una verdad solo se puede enunciar y traducir en palabras cuando es unilateral. Y unilateral es todo cuanto puede concebirse con ideas y expresarse con palabras: es todo unilateral, todo mitad, todo desprovisto de totalidad, de redondez, de unidad. Cuando el sublime Gotama hablaba del mundo en sus prédicas, tenía que dividirlo en sansara y nirvana, en ilusión y en verdad, en sufrimiento y liberación. Imposible hacerlo de otro modo, no hay otro camino para quien quiera enseñar. Pero el mundo en sí mismo, lo que existe a nuestro alrededor y dentro de nosotros mismos, nunca es unilateral. Nunca un hombre o una acción cualquiera es del todo sansara o del todo nirvana; nunca un hombre es totalmente santo o totalmente pecador. Nos parece que así fuera, porque vivimos bajo la ilusión de que el tiempo es algo real. El tiempo no es real, Govinda, y esto es algo que he experimentado repetidas veces. Y si el tiempo no es real, la distancia que parece mediar entre el mundo y la eternidad, entre el sufrimiento y la bienaventuranza, entre el bien y el mal, es también una ilusión.

Hermann Hesse. Siddhartha (1922).

martes, 21 de agosto de 2012

Hermann Hesse: ¿de qué sirve ayunar?

Nikolái Roerich. Alma bendita (1924).

   —Pero permíteme: si no posees nada, ¿qué cosas quieres dar?
   —Cada cual da lo que tiene. El guerrero da su fuerza; el mercader, su mercancía; el maestro, sus conocimientos; el campesino, su arroz; el pescador, sus peces.
   —Muy bien. Y ahora dime ¿qué es lo que tú puedes dar? ¿Qué has aprendido? ¿Qué sabes hacer?
   —Sé meditar, esperar y ayunar.
   —¿Es todo?
   —Sí, creo que es todo.
   —¿Y de qué te sirve? El ayuno, por ejemplo, ¿para qué es útil?
   —Es muy útil, señor. Cuando un hombre no tiene qué comer, lo más inteligente será que ayune. Si, por ejemplo, Siddhartha no hubiera aprendido a ayunar, ahora tendría que aceptar cualquier empleo, en tu casa o en otra parte, pues el hambre lo impulsaría a ello. Pero al ser como es, Siddhartha puede esperar tranquilamente, pues desconoce la impaciencia y la necesidad; puede aguantar el asedio del hambre largo tiempo, y encima reírse de él. Para eso, señor, sirve el ayuno.

Hermann Hesse. Siddhartha (1922).

miércoles, 15 de agosto de 2012

Rodó: la humanidad como novia enajenada

Erte. La novia.

   La humanidad, renovando de generación en generación su activa esperanza y su ansiosa fe en un ideal, al través de la dura experiencia de los siglos, hacía pensar a Guyau en la obsesión de aquella pobre enajenada cuya extraña y conmovedora locura consistía en creer llegado, constantemente, el día de sus bodas. Juguete de su ensueño, ella ceñía cada mañana a su frente pálida la corona de desposada y suspendía de su cabeza el velo nupcial. Con una dulce sonrisa disponíase luego a recibir al prometido ilusorio, hasta que las sombras de la tarde, tras el vano esperar, traían la decepción a su alma. Entonces tomaba un melancólico tinte su locura. Pero su ingenua confianza reaparecía con la aurora siguiente; y ya sin el recuerdo del desencanto pasado, murmurando: Es hoy cuando vendrá, volvía a ceñirse la corona y el velo y a sonreír en espera del prometido.

José Enrique Rodó. Ariel (1900).

sábado, 11 de agosto de 2012

Chéjov: una confesión en la despedida

Dante Gabriel Rossetti. Los amantes (1853).

    >>Fuimos toda una multitud a despedir a Anna Alekséyevna. Cuando ya se había despedido de su esposo y los hijos, y le faltaba solo un instante para la tercera señal, entré yo en el compartimiento para llevarle una cesta que casi olvida. Y, bueno, había que decirse adiós. Cuando allí, en el compartimiento, se encontraron nuestras miradas, la fuerza que agarrotaba nuestros sentimientos nos abandonó. Yo la abracé, ella apretó su rostro contra mi pecho y de sus ojos corrieron lágrimas.
   >>¡Qué desgraciados éramos los dos! Sin dejar de besar su cara, sus hombros, sus manos bañados en lágrimas, le confesé mi amor, y entonces, con un dolor candente en mi corazón, comprendí qué inútil, qué mezquino y falso había sido todo lo que entorpecía nuestro amor. Comprendí que cuando uno ama y piensa en ese amor, tiene que partir de algo más elevado, más importante que la felicidad o la desgracia, más importante que el pecado y la virtud en su sentido más vulgar; o, mejor, que no hay que pensar en absoluto.
   >>La besé por última vez, le estreché la mano y nos despedimos para siempre. El tren ya estaba en marcha: me senté en el compartimiento de al lado —estaba vacío—, y hasta la siguiente estación me quedé ahí llorando. Después fui a Sófino a pie…

Antón Chéjov. Del amor (1898).

miércoles, 8 de agosto de 2012

George Eliot: un temperamento poético confundido

Arthur Hughes. La despedida de Aurora Leigh de Romney (1845).

Aquella noche, Bertha se presentó elegantemente vestida y luciendo de manera conspicua todos los regalos recibidos a excepción del mío. Miré con avidez sus dedos, pero no vi ningún ópalo. No tuve la ocasión de comentárselo durante la velada, pero, al día siguiente, cuando la encontré sentada junto a la ventana, después del desayuno, y pude hablar con ella a solas, le dije:
  —No has querido ponerte mi pobre ópalo. Tendría que haber recordado que desprecias los temperamentos poéticos, y debería haberte regalado un coral o una turquesa, o alguna otra piedra opaca e insensible.
   —¿Te parece que lo desprecio? —me respondió, asiendo una delicada cadena de oro que siempre llevaba en torno al cuello y extrayéndola del interior del pecho con mi sortija colgando de ella—. Te aseguro que me lastima un poco —añadió, con su habitual sonrisa ambigua— llevarlo aquí escondido, pero dado que tu naturaleza poética es tan estúpida que prefiere una posición más pública, no soportaré esa molestia ni un momento más.
   Acto seguido procedió a retirar la sortija de la cadena y a ponérsela en el dedo, sin dejar de sonreír, mientras la sangre acudía a mis mejillas; pero me faltó la confianza para suplicarle que conservara el anillo donde antes lo llevaba.

George Eliot. El velo alzado (1859).

domingo, 5 de agosto de 2012

Sabato: el tormento de los celos

Remedios Varo. Abut.

DESPUÉS de este inmenso tiempo de mares y túneles, bajaron por la escalinata. Cuando los vi del brazo, sentí que mi corazón se hacía duro y frío como un pedazo de hielo.
   Bajaron lentamente, como quienes no tienen ningún apuro. «¿Apuro de qué?», pensé con amargura. Y sin embargo, ella sabía que yo la necesitaba, que esa tarde la había esperado, que habría sufrido horriblemente cada uno de los minutos de inútil espera. Y sin embargo, ella sabía que en ese mismo momento en que gozaba en calma yo estaría atormentado en un minucioso infierno de razonamientos, de imaginaciones. ¡Qué implacable, qué fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil! Ella podía mirar el cielo tormentoso como lo hacía en ese momento y caminar del brazo de él (¡del brazo de ese grotesco individuo!), caminar lentamente del brazo de él por el parque, aspirar sensualmente el olor de las flores, sentarse a su lado sobre la hierba; y no obstante, sabiendo que en ese mismo instante yo, que la habría esperado en vano, que ya habría hablado a su casa y sabido de su viaje a la estancia, estaría en un desierto negro, atormentado por infinitos gusanos hambrientos, devorando anónimamente cada una de mis vísceras.
   ¡Y hablaba con ese monstruo ridículo! ¿De qué podría hablar María con ese infecto personaje? ¿Y en qué lenguaje?
   ¿O sería yo el monstruo ridículo? ¿Y no se estarían riendo de mí en ese instante? ¿Y no sería yo el imbécil, el ridículo hombre del túnel y de los mensajes secretos?

Ernesto Sabato. El túnel (1948).

viernes, 3 de agosto de 2012

Pauline Gedge: la feminidad de un faraón

Estatua de Hatshepsut. Siglo XV a. C. Museum of  Fine Arts. Boston.

   Hatshepsut alcanzó el pináculo de una gloriosa madurez y pareció permanecer allí, radiante en salud, vigor y belleza. Era como si su naturaleza divina la hubiera convertido realmente en un ser inmortal cuyo influjo atraía a todos los hombres y estaba imbuido de los poderes y misterios del mismísimo Dios Amón. Con frecuencia sus servidores intuían su presencia antes de avistar a sus portaestandartes: en la atmósfera se operaba un cambio sutil, como si un hálito de omnipotencia precediera sus pasos; aunque tal vez no fuera otra cosa que su perfume, la pesada fragancia de la mirra, transportada por la brisa. Era mirada cada vez más con una mezcla de admiración y temor supersticiosos, y el número de peregrinos que acudían a su santuario fue aumentando con el correr de los meses.
   Pero, en su interior, Hatshepsut estaba llena de desasosiego. Acostada en su lecho durante las bochornosas noches de verano, no hacía sino pensar en Senmut, y su presencia cotidiana le recordaba permanentemente que había un hombre capaz de satisfacer plenamente las necesidades de su cuerpo real con sólo decir una palabra. Durante años se había negado a hacerlo, primero por la posición que ocupaba en calidad de Consorte de Tutmés y, más tarde, por el hecho de ser faraón, un ser único destinado a padecer la soledad. Pero comenzó a cansarse de su viudez, y de sus noches de insomnio y sus sueños febriles le indicaron que había llegado el momento de entregarse, de una vez por todas, al hombre que amaba por encima de todos los demás.

Pauline Gedge. La dama del Nilo (1977).