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viernes, 27 de septiembre de 2013

Chéjov: estaría bien perder el mundo de vista

Boris Kustodiev. En el Volga (1922).
   Una callada noche de luna de julio, Olga Ivánovna se encontraba sobre la cubierta de un vapor que recorría el Volga. Contemplaba los brillos del agua y las hermosas orillas iluminadas por la luz de la luna. Junto a ella se encontraba Riabovski, que decía que las sombras oscuras del agua no eran sombras sino un sueño, que al ver estas aguas hechizadas, irisadas de brillos fantásticos, el cielo insondable y las orillas melancólicas y pensativas que parecían hablarnos sobre la vanidad de la vida o sobre la existencia de algo superior, eterno y bienaventurado, estaría bien perder el mundo de vista, morir, tornarse recuerdo. El pasado era vulgar y carente de interés; el futuro, nimio, y aquella noche milagrosa y única pronto acabaría, se fundiría con la eternidad. Entonces, ¿para qué vivir?
   Olga Ivánovna, ora atenta a la voz de Riabovski, ora absorta en el silencio de la noche, pensaba que era inmortal y que nunca iba a morir. El fulgor turquesa del agua como nunca antes lo había visto, el cielo, las orillas, las sombras negras y una alegría desbordante colmaban su alma, y le decían que de ella saldría una gran pintora, que en alguna parte lejana, más allá de la noche de la luna, en el espacio infinito, la esperaban el éxito, la gloria, el amor del pueblo…


Antón Chéjov. La cigarra (1892).

miércoles, 28 de agosto de 2013

Cortázar: una alegría interrumpida

Boris Kustodiev. Los hijos del artista (1913).
   Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la pared que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad del verano. Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros, las vacaciones, Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire viciado y venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.
   Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con los anchos anteojos negros.
    —¡Mocosos de porquería!
   El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.
   —Fue sin querer, tío.
   —De veras, Nene, fue sin querer.
   Ya no estaba.


Julio Cortázar. Bestiario (1951).