Boris Kustodiev. Los hijos del artista (1913). |
Una tarde hubo
siesta, sandía, pelota a paleta en la pared que miraba al arroyo, y Nino estuvo
espléndido sacando tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por la
glicina para desenganchar la pelota metida entre dos tejas. Vino un peoncito
del lado de los sauces y los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los
tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento, al devolver con un revés
una pelota insidiosa que Nino le mandaba baja, sintió como muy adentro la
felicidad del verano. Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros,
las vacaciones, Nino. Pensó en el formicario, allá arriba, y era una cosa
muerta y rezumante, un horror de patas buscando salir, un aire viciado y
venenoso. Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo de aguaribay
con los dientes y lo escupió asqueada, feliz, por fin de veras bajo el sol del
campo.
Los vidrios
cayeron como granizo. Era en el estudio del Nene. Lo vieron asomarse en mangas
de camisa, con los anchos anteojos negros.
—¡Mocosos de porquería!
El peoncito
escapaba. Nino se puso al lado de Isabel, ella lo sintió temblar con el mismo viento
que los sauces.
—Fue sin querer,
tío.
—De veras, Nene,
fue sin querer.
Ya no estaba.
Julio Cortázar. Bestiario (1951).
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