Pierre-Auguste Renoir. Los amantes (1875). |
—Hace un poco de
frío —dijo Olga Ivánovna, y se estremeció.
Riabovski la
envolvió en su capa y dijo con voz triste:
—Me siento en su
poder. Soy su esclavo. ¿Por qué está usted hoy tan fascinadora?
La miraba sin
apartar ni un momento los ojos de ella. La expresión de sus ojos daba miedo y
la mujer no se atrevía a mirarlo.
—La amo con
locura… —balbuceaba él, lanzándole el aliento a la mejilla—. Una palabra suya,
y dejaré de existir, abandonaré el arte —siguió su susurro preñado de emoción—.
Ámeme.
—No diga eso —dijo
Olga Ivánovna, cerrando los ojos—. Me da miedo. ¿Y Dýmov?
—¿Qué pasa con
Dýmov? ¿Qué tiene que ver? ¿Qué me importa Dýmov? ¡Veo el Volga, la luna, la
belleza, mi amor, mi pasión, eso sí, pero a ningún Dýmov…! ¡Oh, no sé nada de…!
¡Qué falta me hace el pasado; deme tan solo un instante! ¡Un instante!
El corazón de
Olga Ivánovna latió con fuerza. Quiso pensar en su marido, pero todo su pasado,
la boda, Dýmov, las veladas… todo le parecía nimio, ridículo y gris, inútil y
lejano, muy lejano… Porque, en efecto ¿qué pasaba con Dýmov? ¿Qué tenía que ver
aquí? ¿Qué le importaba Dýmov? Y por lo demás, ¿existía él en realidad o era
solo un sueño?
«A un hombre
simple y corriente como él le basta con la felicidad que ya ha recibido —pensaba
la mujer, tapándose el rostro con las manos—. Que los demás me critiquen allí,
que me maldigan. ¿Qué me importa? Por mucho que digan, iré y me perderé, sí, me
dejaré llevar por la perdición. En esta vida hay que probarlo todo. ¡Dios mío,
qué horror y qué maravilla!»
Antón Chéjov. La cigarra (1892).
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