John Everett Millais. Jefté (1867). |
El autor que, en la actualidad, intente exponer con
palabras y hechos la simple realidad de los personajes bíblicos, debe estar
dispuesto a ser malinterpretado. Entorpecen su camino los prejuicios fanáticos
de aquellos que en la Biblia ven la palabra de Dios, un prejuicio que setenta generaciones
se han empeñado en consolidar. E incluso cuando encuentre lectores de
mentalidad abierta, su tarea seguirá siendo difícil.
Ahí está ese
hombre, Jefté. Su más importante oponente es «dios»; en el destino de Jefté, «dios»
interviene de forma decisiva. Pero muchos lectores se muestran suspicaces, y
con razón, cuando oyen la palabra «dios». Ninguna palabra y ningún concepto es
tan confuso, ha experimentado tantos cambios, está tan rodeado de incienso y de
las más variadas especias aromáticas. Así pues, desde el principio, el autor
debe dar al lector una imagen inconfundible del dios Yavé. El lector debe ver
con toda claridad que se trata del dios de Jefté, del dios de una determinada
época histórica y de un determinado hombre. El autor debe dar nueva vida al
dios que hace tres mil años respondía a la imagen que de él se habían hecho los
hebreos, de su existencia, de su poder y de su grandeza.
Pero muchos
eruditos de los siglos XIX y XX se han ocupado de familiarizarnos con las
concepciones prehistóricas de Dios propias del Próximo Oriente. Han demostrado,
basándose en mucho hechos, cómo los pueblos y los individuos creaban y
transformaban a sus dioses de acuerdo con sus propios conceptos, en constante
cambio. Concepciones de Dios que en la Edad de Bronce fueron consideradas
supersticiones, en la Edad de Piedra tenían que haber sido fe; la fe de la Edad
de Bronce estaba predestinada a convertirse en superstición en la Edad de
Hierro. El dios de las tribus hebreas iba convirtiéndose poco a poco de un dios
de la guerra y del fuego en un dios de los campos y de la fertilidad, adoptó
para los hombres sedentarios un rostro diferente que para los pastores nómadas,
y adoptaba siempre nuevos rostros.
Los
investigadores de nuestra época no fueron los primeros que se dieron cuenta. Ya
Goethe había dado a la frase de la Biblia «Los Elohim se dijeron: hagamos al
hombre a nuestra semejanza» otro sentido: «El hombre dice: hagámonos dioses,
imágenes que se parezcan a nosotros». Y un siglo antes que él, con humor
sublime, Spinoza había bromeado: «El triángulo, si pudiera hablar, diría: Dios
es extraordinariamente triangular».
Lion Feuchtwanger. La hija de Jefté, epílogo del autor (1957).
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