sábado, 22 de agosto de 2015

Camus: los almendros (I)

Parmigianino. Retrato de un hombre con un libro.
“¿Sabe usted”, le decía Napoleón a Fontanés, “lo que más me admira de este mundo? La importancia de la fuerza para fundar algo. No existen en este mundo más que dos potencias: el sable y el espíritu. A la larga el sable siempre queda vencido por el espíritu”.
   Los conquistadores, por lo que se ve, son en ocasiones melancólicos. Algún precio hay que pagar por tanta gloria vana. Pero lo que hace cien años era verdad para el sable, hoy ya no lo es tanto por lo que se refiere al tanque. Los conquistadores han ganado puntos, y el lúgubre silencio de los lugares sin espíritu se ha instalado durante años en una Europa desgarrada.
   En tiempos de las espantosas guerras de Flandes, los pintores holandeses podían llegar a pintar los gallos de sus corrales. Se ha olvidado asimismo la guerra de los Cien Años y, no obstante, las oraciones de los místicos silesios viven aún en algunos corazones. Pero hoy las cosas han cambiado y se moviliza tanto al pintor como al monje: somos solidarios con ese mundo. El espíritu ha perdido esa regia seguridad que los conquistadores sabían reconocerle; hoy, incapaz de dominar a la fuerza, se agota maldiciéndola.
   Algunas buenas gentes dicen que esto es un mal. Nosotros no sabemos si lo es; pero sí sabemos que existe. Es menester componérselas; tal es la conclusión que aquí se impone: Para ello basta conocer lo que queremos. Y lo que queremos es precisamente no inclinarnos nunca ante el sable ni dar jamás razón a  la fuerza que no esté al servicio del espíritu.
   Verdad es que se trata de una obra sin término. Pero aquí estamos nosotros para continuarla. No creo suficientemente en la razón para adherirme a la idea de progreso, ni tampoco en ninguna filosofía de la historia, pero al menos creo que los hombres nunca dejaron de avanzar en el proceso de adquirir conciencia de su destino.
   No hemos superado aún nuestra condición y, sin embargo, cada vez la conocemos mejor. Sabemos que nos hallamos en una situación contradictoria, pero también que tenemos que rechazar la contradicción y hacer todo lo que sea preciso para reducirla. Nuestro cometido de hombres estriba en hallar aquellas fórmulas capaces de apaciguar la angustia infinita de las almas libres. Tenemos que volver a coser aquello que se ha desgarrado, hacer nuevamente concebible la justicia en un mundo tan evidentemente injusto, hacer que vuelva a adquirir significación la felicidad para los pueblos envenenados por la infelicidad del siglo. Por cierto que se trata de un cometido sobrehumano. Pero el caso es que se llaman sobrehumanas aquellas tareas que los hombres cumplen en muy largo tiempo; he aquí todo.


Albert Camus. El verano. Los almendros (1940).

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