Mijaíl Nésterov. La visión del joven Bartolomé (1890). |
Sepan, pues, que nada hay más alto ni más fuerte ni más sano
ni más útil en nuestra vida que un buen recuerdo, sobre todo si lo tenemos de la
infancia, del hogar paterno. A ustedes se les habla mucho de su educación; pues
bien, un recuerdo de esta naturaleza, magnífico, sacrosanto, conservado desde
la infancia, quizá sea la mejor educación. El que ha acumulado recuerdos de
esta naturaleza, es hombre salvado para toda la vida. E incluso si no quedara
más que un solo recuerdo bueno en nuestro corazón, puede que algún día ese
recuerdo nos salve. Es posible que más tarde nos volvamos malos, que ni siquiera
tengamos fuerzas para resistir la tentación de cometer un actor vil, que nos
riamos de las lágrimas humanas y que de las gentes que digan, como ha exclamado
hace unos momentos Kolia: «Quiero sufrir por todas las personas», de estas
gentes nos burlaremos sin piedad. Pero, por malos que nos volvamos, y Dios no
lo quiera, cuando recordemos cómo hemos enterrado a Iliusha, cómo le hemos
querido estos últimos días y cómo hemos hablado ahora frente a esta piedra, tan
unidos y juntos, ¡ni el más cruel de nosotros y más mordaz, si es que nos
volvemos así, se atreverá en el fondo de su alma a burlarse de haber sido tan bueno
y sensible en este momento de ahora! Es más, quizá precisamente este recuerdo
le retenga y le prive de cometer una
acción nefasta, le haga recapacitar y decirse: «Sí, entonces yo era bueno,
valiente y honrado».
Fiódor Dostoyevski. Los hermanos Karamázov, epílogo (1880).
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