Nikolái Roerich. La estrella del héroe (1936). |
No se detuvo en
el pequeño porche, sino que bajó rápidamente los peldaños. El alma, desbordante
de entusiasmo, sedienta, anhelaba libertad, espacio, anchos horizontes. Sobre
su cabeza se extendía, dilatada y sin fin, la bóveda celeste llena de estrellas
de suaves reflejos. Desde el cenit hasta el horizonte parecía doblarse, difusa
aún, la Vía Láctea. La noche, fresca y sosegada hasta la inmovilidad, había
envuelto la tierra. Las torres blancas y las cúpulas doradas de la iglesia
mayor brillaban sobre el cielo sembrado de rubíes. Las opulentas flores
otoñales se habían dormido hasta la mañana en los arriates cercanos a la casa. La
paz de la tierra parecía fundirse con la del cielo, el misterio terrenal se
tocaba con el de las estrellas… Aliosha estaba de pie, mirando, y de repente se
dejó caer sobre la tierra como fulminado.
No sabía por qué
la abrazaba, no se daba cuenta de la razón por la cual experimentaba un deseo
tan irresistible de besarla, de cubrirla de besos, pero la besaba llorando,
regándola con sus lágrimas, y juró frenéticamente amarla, quererla por los
siglos de los siglos. «Rocía la tierra con lágrimas de júbilo y ama esas
lágrimas tuyas…», le resonó en el alma. ¿Por qué lloraba? Oh, él lloraba en su
arranque de entusiasmo incluso por aquellas estrellas que le estaban mirando
desde las profundidades del infinito, y «no se avergonzaba de su frenesí». Era
como si unos hilos de todos esos infinitos mundos de Dios convergieran de golpe
en su alma, y toda ella se le estremecía «al entrar en contacto con los otros
mundos». Sentía deseos de perdonar a todos por todo y de pedir perdón, ¡oh!, no
para sí, no, sino para todos y por todo; «para mí también otros piden», volvió
a resonarle en el alma. Pero a cada instante notaba de manera nítida y como si
lo palpara que algo firme e inconmovible como aquella bóveda celeste le iba
penetrando en el alma. Una especie de idea se adueñaba de su mente y ello ya
para toda la vida, por los siglos de los siglos. Se había dejado caer al suelo siendo
un débil joven y se levantó hecho un combatiente; de ello tuvo conciencia y lo
sintió de pronto en el momento de su éxtasis. Y nunca, jamás, en toda su vida,
pudo olvidar Aliosha aquel momento. «Alguien me hizo una visita al alma en
aquella hora», decía luego con una firmísima creencia en sus palabras…
Tres días más
tarde dejó el monasterio, lo cual estaba también conforme con las palabras de
su difunto stárets, que le había mandado «vivir en el mundo».
Fiódor Dostoyevski. Los hermanos Karamázov, libro séptimo
(1880).
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