sábado, 30 de junio de 2012

Vargas Llosa: la pesadilla de un niño

Leon Spilliaert. Playa con claro de luna.
Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. "Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará". "Ha  tenido  tiempo de  sobra", respondía su padre  y la voz era distinta: seca y cortante. "No te había  visto antes,  insistía la madre; es cuestión de tiempo." "Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer." Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después  su corazón  dio un vuelco: sus padres adoptaban  una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas.  Acentuó su labor de espionaje; no  dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?" Él pensó: "si me mato, será culpa de ellos y se irán  al infierno". (…) Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó “¡Richi!” él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: "no le pegues  a mi mamá”. Alcanzó a ver a su madre, en  camisa  de noche, el rostro deformado  por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta  blanca. Pensó: "está desnudo" y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó  al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.

Mario Vargas Llosa. La ciudad y los perros (1963).


2 comentarios:

  1. La peor de las pesadillas, desde luego. Para un niño y para una madre.

    Saludos

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    1. Sí. El niño, que después se convierte en adolescente, es uno de los personajes más indefensos de esta novela de Vargas Llosa. Me gusta cómo logra el autor trasmitir esa sensación de indefensión del personaje en estas líneas.
      Saludos.

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