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Leon Spilliaert. Playa con claro de luna. |
Una noche los oyó hablar de él en la pieza vecina. "Tiene apenas ocho años, decía su madre; ya se acostumbrará". "Ha tenido tiempo de sobra", respondía su padre y la voz era distinta: seca y cortante. "No te había visto antes, insistía la madre; es cuestión de tiempo." "Lo has educado mal, decía él; tú tienes la culpa de que sea así. Parece una mujer." Luego, las voces se perdieron en un murmullo. Unos días después su corazón dio un vuelco: sus padres adoptaban una actitud misteriosa, sus conversaciones eran enigmáticas. Acentuó su labor de espionaje; no dejaba pasar el menor gesto, acto o mirada. Sin embargo, no halló la clave por sí mismo. Una mañana, su madre le dijo a la vez que lo abrazaba: "¿y si tuvieras una hermanita?" Él pensó: "si me mato, será culpa de ellos y se irán al infierno". (…) Estuvo pensando todo el día que había procedido mal; lo atormentaba haberse delatado. Esa noche, en el lecho, los ojos muy abiertos, estudiaba la manera de rectificar el error: reduciría al mínimo las palabras que cambiaba con ellos, pasaría más tiempo en la buhardilla, cuando en eso lo distrajo el rumor que crecía, y de pronto la habitación estaba llena de una voz tronante y de un vocabulario que nunca había oído. Tuvo miedo y dejó de pensar. Las injurias llegaban hasta él con pavorosa nitidez y, por instantes, perdida entre los gritos y los insultos masculinos, distinguía la voz de su madre, débil, suplicando. Después el ruido cesó unos segundos, hubo un chasquido silbante y cuando su madre gritó “¡Richi!” él ya se había incorporado, corría hacia la puerta, la abría e irrumpía en la otra habitación gritando: "no le pegues a mi mamá”. Alcanzó a ver a su madre, en camisa de noche, el rostro deformado por la luz indirecta de la lámpara y la escuchó balbucear algo, pero en eso surgió ante sus ojos una gran silueta blanca. Pensó: "está desnudo" y sintió terror. Su padre lo golpeó con la mano abierta y él se desplomó sin gritar. Pero se levantó de inmediato: todo se había puesto a girar suavemente. Iba a decir que a él no le habían pegado nunca, que no era posible, pero antes que lo hiciera, su padre lo volvió a golpear y él cayó al suelo de nuevo. Desde allí vio, en un lento remolino, a su madre que saltaba de la cama y vio a su padre detenerla a medio camino y empujarla fácilmente hasta el lecho, y luego lo vio dar media vuelta y venir hacia él, vociferando, y se sintió en el aire, y de pronto estaba en su cuarto, a oscuras, y el hombre cuyo cuerpo resaltaba en la negrura le volvió a pegar en la cara, y todavía alcanzó a ver que el hombre se interponía entre él y su madre que cruzaba la puerta, la cogía de un brazo y la arrastraba como si fuera de trapo y luego la puerta se cerró y él se hundió en una vertiginosa pesadilla.
Mario Vargas Llosa. La ciudad y los perros (1963).