lunes, 31 de agosto de 2015

Hermann Hesse: solo juzgarse a uno mismo

Nilolaí Roerich. San Procopio el Justo bendice a los viajeros desconocidos (1914).
No tengo ningún derecho a juzgar la vida de los otros. Solo debo juzgarme a mí mismo y elegir o rechazar en función de mi persona.

Hermann Hesse. Siddhartha (1922).

domingo, 30 de agosto de 2015

Cervantes: una descripción nocturna

Godfried Schalcken. Vrouw in een nis.
Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía.

Miguel de Cervantes. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, cap XVI (1605).

Chéjov: lo que necesita el hombre

Mijaíl Nésterov. Solovki (1917).
Abandonar la ciudad, la lucha, el mundanal ruido, marcharse y desaparecer en sus tierras, eso no es vida, sino egoísmo, pereza, es una especie de vida monástica, sí, pero la de un monje sin devoción. Lo que necesita el hombre no son dos metros de tierra, ni una hacienda, sino todo el globo terráqueo, toda la naturaleza, donde pueda dar rienda suelta a las cualidades y peculiaridades de su espíritu libre.


Antón Chéjov. La grosella (1898).

domingo, 23 de agosto de 2015

Camus: los almendros (II)

Norman Rockwell. Willie Gillis in College (1946). 
   Conozcamos, pues, bien lo que queremos; afirmémonos en el espíritu aun cuando la fuerza para seducirnos asuma la forma de una idea o de un consuelo. Lo principal consiste en no desesperar. No prestemos demasiado oído a quienes proclaman el fin del mundo civilizado. Las civilizaciones no mueren tan fácilmente y aun cuando este mundo tuviera que desplomarse, ello acontecería después de que otros mundos se hubiesen hundido. Verdad es que nos encontramos en una época trágica. Pero es asimismo cierto que demasiadas gentes confunden lo trágico con lo desesperado. “Lo trágico”, decía Lawrence, “debería ser como un gran puntapié aplicado a la desgracia”. He aquí un pensamiento sano y de aplicación inmediata. Existen hoy muchas cosas que merecen tal puntapié.
   Cuando vivía en Argel, esperaba siempre pacientemente durante el invierno, porque sabía que en una noche, en una sola noche fría y pura de febrero, los almendros del valle des Consuls se cubrirían de flores blancas. Después me maravillaba al ver cómo esa nieve frágil resistía todas las lluvias y el viento del mar. Sin embargo, todos los años resistía lo suficiente para preparar el fruto.
   No es un símbolo. No ganaremos nuestra felicidad a fuerza de símbolos. Hace falta algo más serio. Quiero decir tan sólo que, a veces, cuando el peso de la vida se vuelve excesivo en esta Europa todavía colmada de su propia desdicha, me vuelvo hacia esos países restallantes donde quedan aún tantas fuerzas intactas. Los conozco demasiado como para no saber que son la tierra elegida donde la contemplación y el valor pueden equilibrarse. Meditar acerca de su ejemplo me enseña que si se quiere salvar la inteligencia, es necesario ignorar sus dotes para la queja y exaltar su fuerza y su prestigio. Este mundo está envenenado de desdichas y parece complacerse en ellas. Está entregado por completo a ese mal que Nietzsche llamaba espíritu de torpeza. No le tendamos la mano. Es inútil llorar sobre el espíritu, basta con trabajar por él.
   Pero, ¿dónde están las virtudes conquistadoras del espíritu? El propio Nietzsche las ha enumerado como enemigos mortales del espíritu de torpeza. Según él son la fuerza de carácter, el gusto, el "mundo", la felicidad clásica, el duro orgullo, la fría frugalidad del sabio.
   Tales virtudes son necesarias más que nunca y cada cual puede elegir la que le convenga. Ante la enorme magnitud de la partida en juego, que no se olvide en todo caso la fuerza de carácter. No hablo de esa a la que en las tribunas electorales acompañan los fruncimientos de cejas y las amenazas. Sino de la que resiste todos los vientos del mar en virtud de la blancura y de la savia. Esa es la que, en el invierno del mundo, preparará el fruto.


Albert Camus. El verano. Los almendros (1940).

sábado, 22 de agosto de 2015

Camus: los almendros (I)

Parmigianino. Retrato de un hombre con un libro.
“¿Sabe usted”, le decía Napoleón a Fontanés, “lo que más me admira de este mundo? La importancia de la fuerza para fundar algo. No existen en este mundo más que dos potencias: el sable y el espíritu. A la larga el sable siempre queda vencido por el espíritu”.
   Los conquistadores, por lo que se ve, son en ocasiones melancólicos. Algún precio hay que pagar por tanta gloria vana. Pero lo que hace cien años era verdad para el sable, hoy ya no lo es tanto por lo que se refiere al tanque. Los conquistadores han ganado puntos, y el lúgubre silencio de los lugares sin espíritu se ha instalado durante años en una Europa desgarrada.
   En tiempos de las espantosas guerras de Flandes, los pintores holandeses podían llegar a pintar los gallos de sus corrales. Se ha olvidado asimismo la guerra de los Cien Años y, no obstante, las oraciones de los místicos silesios viven aún en algunos corazones. Pero hoy las cosas han cambiado y se moviliza tanto al pintor como al monje: somos solidarios con ese mundo. El espíritu ha perdido esa regia seguridad que los conquistadores sabían reconocerle; hoy, incapaz de dominar a la fuerza, se agota maldiciéndola.
   Algunas buenas gentes dicen que esto es un mal. Nosotros no sabemos si lo es; pero sí sabemos que existe. Es menester componérselas; tal es la conclusión que aquí se impone: Para ello basta conocer lo que queremos. Y lo que queremos es precisamente no inclinarnos nunca ante el sable ni dar jamás razón a  la fuerza que no esté al servicio del espíritu.
   Verdad es que se trata de una obra sin término. Pero aquí estamos nosotros para continuarla. No creo suficientemente en la razón para adherirme a la idea de progreso, ni tampoco en ninguna filosofía de la historia, pero al menos creo que los hombres nunca dejaron de avanzar en el proceso de adquirir conciencia de su destino.
   No hemos superado aún nuestra condición y, sin embargo, cada vez la conocemos mejor. Sabemos que nos hallamos en una situación contradictoria, pero también que tenemos que rechazar la contradicción y hacer todo lo que sea preciso para reducirla. Nuestro cometido de hombres estriba en hallar aquellas fórmulas capaces de apaciguar la angustia infinita de las almas libres. Tenemos que volver a coser aquello que se ha desgarrado, hacer nuevamente concebible la justicia en un mundo tan evidentemente injusto, hacer que vuelva a adquirir significación la felicidad para los pueblos envenenados por la infelicidad del siglo. Por cierto que se trata de un cometido sobrehumano. Pero el caso es que se llaman sobrehumanas aquellas tareas que los hombres cumplen en muy largo tiempo; he aquí todo.


Albert Camus. El verano. Los almendros (1940).

domingo, 16 de agosto de 2015

César Vallejo: sufrir solamente

Károly Ferenczy. Orpheus (1894).
   Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
   Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.
   Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!
   Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.


César Vallejo. Voy a hablar de la esperanza.

viernes, 14 de agosto de 2015

Emil Cioran: yo sé que todo es final

Henri Martin. Young Woman Veiled in White in a Forest
   Los hombres sufren de futuro, irrumpen en la vida, huyen en el tiempo, buscan. Y nada me hiere más que sus ojos anhelantes, vanos pero desprovistos de vanidad.
   Yo sé que todo es final, que solamente existe un instante, cada instante, que el árbol de la vida es un estallido de eternidad, reversible en los actos del ser.
   Y, así, ya no quiero nada. A menudo, cuando me encuentro en las noches que erigen los fondos del mundo, ¿cómo saber si soy o no soy? Y, entonces, ¿se puede ser o se puede no ser? O bien, atrapado en las vagas ondulaciones de la música, perdido en medio de ellas, purificado de los azares de la respiración, ¿cómo me parecería a mis semejantes?
   No tener sino una meta: ser más inútil que la música. En ella no encuentra uno ni el es ni el no es. ¿Dónde te encuentras como tumultuosa víctima de su hechizo? ¿No es acaso ella un ninguna-parte sonoro?
   Los hombres no saben ser inútiles. Ellos tienen caminos que seguir, puntos que alcanzar, necesidades que realizar. ¡No saborean la imperfección, cuando el “sentido” de la vida es el éxtasis de esa imperfección! Pero, ¿cómo revelarles la simplicidad de este misterio, cómo seducirlos con el resplandor de un misterio y embriagarlos con tan sencilla fascinación? Qué noches y qué días acuden a mi mente...


Emil Cioran. El brevario de los vencidos (1991).

martes, 11 de agosto de 2015

Schopenhauer: la vida es dolor

Aleksandr Ivánov. Príamo suplica a Aquiles por el cadáver de su hijo Héctor (1824).
Querer es esencialmente sufrir, y como vivir es querer, toda vida es por esencia dolor. Cuanto más elevado es el ser, más sufre... La vida del hombre no es más que una lucha por la existencia, con la certidumbre de resultar vencido. La vida es una cacería incesante, donde los seres, unas veces cazadores y otras cazados, se disputan las piltrafas de una horrible presa. Es una historia natural del dolor, que se resume así: querer sin motivo, sufrir siempre, luchar de continuo,  después morir... Y así sucesivamente por los siglos de los siglos hasta que nuestro planeta se haga trizas.


Arthur Schopenhauer. Parerga y Paralipómena (1851).

domingo, 2 de agosto de 2015

Lion Feuchtwanger: sobre Jefté y la idea de dios

John Everett Millais. Jefté (1867).
El autor que, en la actualidad, intente exponer con palabras y hechos la simple realidad de los personajes bíblicos, debe estar dispuesto a ser malinterpretado. Entorpecen su camino los prejuicios fanáticos de aquellos que en la Biblia ven la palabra de Dios, un prejuicio que setenta generaciones se han empeñado en consolidar. E incluso cuando encuentre lectores de mentalidad abierta, su tarea seguirá siendo difícil.
   Ahí está ese hombre, Jefté. Su más importante oponente es «dios»; en el destino de Jefté, «dios» interviene de forma decisiva. Pero muchos lectores se muestran suspicaces, y con razón, cuando oyen la palabra «dios». Ninguna palabra y ningún concepto es tan confuso, ha experimentado tantos cambios, está tan rodeado de incienso y de las más variadas especias aromáticas. Así pues, desde el principio, el autor debe dar al lector una imagen inconfundible del dios Yavé. El lector debe ver con toda claridad que se trata del dios de Jefté, del dios de una determinada época histórica y de un determinado hombre. El autor debe dar nueva vida al dios que hace tres mil años respondía a la imagen que de él se habían hecho los hebreos, de su existencia, de su poder y de su grandeza.
   Pero muchos eruditos de los siglos XIX y XX se han ocupado de familiarizarnos con las concepciones prehistóricas de Dios propias del Próximo Oriente. Han demostrado, basándose en mucho hechos, cómo los pueblos y los individuos creaban y transformaban a sus dioses de acuerdo con sus propios conceptos, en constante cambio. Concepciones de Dios que en la Edad de Bronce fueron consideradas supersticiones, en la Edad de Piedra tenían que haber sido fe; la fe de la Edad de Bronce estaba predestinada a convertirse en superstición en la Edad de Hierro. El dios de las tribus hebreas iba convirtiéndose poco a poco de un dios de la guerra y del fuego en un dios de los campos y de la fertilidad, adoptó para los hombres sedentarios un rostro diferente que para los pastores nómadas, y adoptaba siempre nuevos rostros.
   Los investigadores de nuestra época no fueron los primeros que se dieron cuenta. Ya Goethe había dado a la frase de la Biblia «Los Elohim se dijeron: hagamos al hombre a nuestra semejanza» otro sentido: «El hombre dice: hagámonos dioses, imágenes que se parezcan a nosotros». Y un siglo antes que él, con humor sublime, Spinoza había bromeado: «El triángulo, si pudiera hablar, diría: Dios es extraordinariamente triangular».


Lion Feuchtwanger. La hija de Jefté, epílogo del autor (1957).