domingo, 31 de marzo de 2013

Wittgenstein: lenguaje y claridad

Juan Gris. El libro abierto (1925).

   El libro trata de problemas de filosofía y muestra, al menos así lo creo, que la formulación de estos problemas descansa en la falta de comprensión de la lógica de nuestro lenguaje. Todo el significado del libro puede resumirse en cierto modo en lo siguiente: Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor es callarse.

Ludwig Wittgenstein. Tractatus Logico-Philosophicus (1921).

sábado, 30 de marzo de 2013

Heidegger: la angustia

Wilhelm Kotarbinski. La agonía en el huerto.

   La angustia radical puede emerger en la existencia en cualquier momento. No necesita que un suceso insólito la despierte. A la profundidad con que domina corresponde la nimiedad de su posible provocación. Está siempre al acecho, y, sin embargo, solo raras veces cae sobre nosotros para arrebatarnos y dejarnos suspensos.

Martin Heidegger. ¿Qué es la metafísica? (1929).

viernes, 29 de marzo de 2013

Vargas Llosa: un deseo no concedido

Theodore Gericault. El beso.

   Con mi boca pegada  a la suya, le rogué:
   —Por una vez en tu vida, dime que me quieres, niña mala. Aunque no sea cierto, dímelo. Quiero saber cómo suena, siquiera una vez.
   Después, cuando habíamos terminado de hacer el amor, y conversábamos, desnudos sobre la colcha amarilla, amenazados por los fieros guerreros mongoles y yo le acariciaba los pechos, la cintura, besaba la casi invisible cicatriz y jugaba con su liso vientre, pegando el oído a su ombligo y escuchando los rumores profundos de su cuerpo, le pregunté por qué no me había dado el gusto, diciéndome esa pequeña mentira al oído. ¿No la había dicho tantas veces, a tantos?
   —Por eso —me respondió en el acto, sin piedad—. Yo nunca he dicho «te quiero», «te amo», sintiéndolo de verdad. A nadie. Solo he dicho esas cosas de a mentiras. Porque yo nunca he querido a nadie, Ricardito. Les he mentido a todos, siempre. Creo que el único hombre al que nunca le he mentido en la cama has sido tú.

Mario Vargas Llosa. Travesuras de la niña mala (2006).

jueves, 28 de marzo de 2013

Vargas Llosa: el molesto humo

Adriaen Brouwer. Fumador.

   Tuvo un ataque de tos y se le enrojecieron los ojos por el fuerte espasmo. Bebió un trago de mi vaso de agua.
   —¿No te importa que salgamos de aquí? —me dijo, tosiendo de nuevo—. Con este humo y este polvo no puedo respirar. Todo el mundo fuma aquí en España. Es una de las cosas que no me gusta de este país. Donde vayas, la gente te echa encima bocanadas de humo.

Mario Vargas Llosa. Travesuras de la niña mala (2006).

sábado, 23 de marzo de 2013

George Orwell: la angustia del torturado

Francisco de Goya. Prisionero encadenado (1806 - 1812).

   —He apretado el primer resorte —dijo O'Brien—. Supongo que comprenderás cómo está construida esta jaula. La careta se adaptará a tu cabeza, sin dejar salida alguna. Cuando yo apriete el otro resorte, se levantará el cierre de la jaula. Estos bichos, locos de hambre, se lanzarán contra ti como balas. ¿Has visto alguna vez cómo se lanza una rata por el aire? Así te saltarán a la cara. A veces atacan primero a los ojos. Otras veces se abren paso a través de las mejillas y devoran la lengua.
   La jaula se acercaba; estaba ya junto a él. Winston oyó una serie de chillidos que parecían venir de encima de su cabeza. Luchó curiosamente contra su propio pánico. Pensar, pensar, aunque sólo fuera medio segundo..., pensar era la única esperanza. De pronto, el asqueroso olor de las ratas le dio en el olfato como si hubiera recibido un tremendo golpe. Sintió violentas náuseas y casi perdió el conocimiento. Todo lo veía negro. Durante unos instantes se convirtió en un loco, en un animal que chillaba desesperadamente. Sin embargo, de esas tinieblas fue naciendo una idea. Solo había una manera de salvarse. Debía interponer a otro ser humano, el cuerpo de otro ser humano entre las ratas y él.
(…)
   —Era un castigo muy corriente en la China imperial —dijo O'Brien, tan didáctico como siempre.
   La careta le apretaba la cara. El alambre le arañaba las mejillas. Luego..., no, no fue alivio, sino solo esperanza, un diminuto fragmento de esperanza. Demasiado tarde, quizás fuese ya demasiado tarde. Pero había comprendido de pronto que en todo el mundo solo había una persona a la que pudiese transferir su castigo, un cuerpo que podía arrojar entre las ratas y él. Y empezó a gritar una y otra vez, frenéticamente:
   —¡Házselo a Julia! ¡Házselo a Julia! ¡A mí, no! ¡A Julia! No me importa lo que le hagas a ella. Desgárrale la cara, descoyúntale los huesos. ¡Pero a mí, no! ¡A Julia! ¡A mí, no!

George Orwell. 1984 (1949).

viernes, 22 de marzo de 2013

Lérmontov: una mujer peculiar

Sergei Solomko. Orgulloso.

«Dime, preciosa —le pregunté—, ¿qué es lo que hacías hoy en el tejado?» «Miraba a ver de qué parte soplaba el viento.» «¿Por qué te interesa?» «De donde sopla el viento, llega la dicha.» «¿Y qué? ¿Pensabas que con tu cantar la atraías?» «Allí donde se canta, se vive feliz.» «¿Y si tu canción te trae tristezas?» «¡Bah! Si no viene lo bueno, vendrá lo malo, y de lo malo a lo bueno no hay tanto trecho.» «¿Quién te ha enseñado esa canción?» «Nadie. Si tengo ganas la canto; quien debe oírla la oye; y quien no debe, no la entiende.» «¿Cómo te llamas, jilguero mío?» «Quien me bautizó lo sabe.» «¿Y quién te bautizó?» «¿Cómo puedo yo saberlo?» «¡Muy reservada eres! Pues yo sé algo de ti —el rostro de la muchacha no se alteró en lo más mínimo; ni siquiera movió los labios, como si no se tratara de ella—; sé que anoche anduviste por la orilla.» Y, dándole mucha importancia, le referí todo lo que había presenciado, con ánimo de turbarla. ¡Menudo fiasco! Soltóse a reír a grandes carcajadas. «Vio usted mucho, pero sabe poco; y lo que sepa, guárdelo bajo llave.»

Mijaíl Yúrievich Lérmontov. Un héroe de nuestro tiempo (1840).

jueves, 14 de marzo de 2013

Emily Brontë: un reclamo fallido

Henri Martin. The Married Couple Study for Reapers (1902-1903).

   —Mira ese calendario que hay en la pared repuso él señalando uno que estaba colgando junto a la ventana. Las cruces marcan las tardes que has pasado con Linton; los puntos, las que hemos pasado juntos tú y yo. He marcado pacientemente todos los días. ¿Los ves?
   —¡Vaya una bobada! —repuso despectivamente Catalina—. ¿A qué viene eso?
   —A que te des cuenta de que reparo en ello —contestó Heathcliff.
   —¿Y por qué he de estar siempre contigo? —replicó ella, cada vez más irritada—. ¿Para qué me sirve? ¿De qué me hablas tú? Lo que haces para distraerme, un niño de pecho lo haría; y lo que dices, lo diría un mudo.
   —Antes no me decías eso, Catalina —repuso Heathcliff, muy agitado—. No me indicabas que te aburriera mi compañía.
   —¡Vaya una compañía la de una persona que no sabe nada ni dice nada! —argumentó la joven.

Emily Brontë. Cumbres borrascosas (1847).

sábado, 9 de marzo de 2013

George Orwell: una conversación peligrosa

Mijaíl Nésterov. Los hermanos Korin (1930).

   —¿Fuiste a ver ahorcar a los prisioneros ayer? —le preguntó Syme.
   —Estaba trabajando —respondió Winston en tono indiferente. Lo veré en el cine, seguramente.
   —Un sustitutivo muy inadecuado —comentó Syme.
   Sus ojos burlones recorrieron el rostro de Winston. «Te conozco», parecían decir los ojos. «Veo a través de ti. Sé muy bien por qué no fuiste a ver ahorcar los prisioneros.» Intelectualmente, Syme era de una ortodoxia venenosa. Por ejemplo, hablaba con una satisfacción repugnante de los bombardeos de los helicópteros contra los pueblos enemigos, de los procesos y confesiones de los criminales del pensamiento y de las ejecuciones en los sótanos del Ministerio del Amor. Hablar con él suponía siempre un esfuerzo por apartarle de esos temas e interesarle en problemas técnicos de neolingüística en los que era una autoridad y sobre los que podía decir cosas interesantes. Winston volvió un poco la cabeza para evitar el escrutinio de los grandes ojos negros.
   —Fue una buena ejecución —dijo Syme añorante—. Pero me parece que estropean el efecto atándoles los pies. Me gusta verlos patalear. De todos modos, es estupendo ver cómo sacan la lengua, que se les pone azul... ¡de un azul tan brillante! Ese detalle es el que más me gusta.

George Orwell. 1984 (1949).

domingo, 3 de marzo de 2013

Faulkner: los incognoscibles

John French Sloan. Renganeschi's Saturday Night (1912).

Era algo así como si se dijese a sí mismo: «Estas personas no son como yo. Puedo verlos, pero no sé lo que hacen, ni por qué lo hacen. Puedo oírlos, pero no sé lo que dicen, ni por qué lo dicen, ni a quién se lo dicen. Sé que no vienen solamente a comer, que hay otra cosa. Pero no sé qué es esa otra cosa. Y no lo sabré nunca.»

William Faulkner. Luz de agosto (1932).