viernes, 31 de mayo de 2013

Solzhenitsyn: actuación para el arresto

Ernst Ludwig Kirchner. Calle de Leipzig con tren eléctrico.
Y si se trata de un simple mortal al que aterrorizan las detenciones en masa y que lleva ya una semana soportando las miradas ceñudas de sus jefes, de pronto se le llama a la sección local del sindicato donde, radiantes, le ofrecen una putiovka para el balneario de Sochi. El borrego se enternece: o sea, que sus temores eran infundados. Da las gracias y parte exultante a casa para hacer las maletas. Faltan dos horas para la salida del tren, y regaña a su esposa que tarda una eternidad. ¡Ya estamos en la estación! Aún queda tiempo. En la sala de espera o en un tenderete donde venden cerveza lo llama un joven simpatiquísimo: «¿No me conoce, Piotr Iványch?». Piotr Iványch se siente confuso: «Creo que no, aunque...». El joven se prodiga en atenciones, con la más benévola amistad: «Bueno, pero cómo, pues yo sí le recuerdo...». Y se inclina con respeto ante la esposa de Piotr Iványch: «Perdone que le robe a su esposo por un minuto...». La esposa consiente y el desconocido se lleva a Piotr Iványch confiadamente del brazo... ¡para siempre o por diez años!


Aleksandr Solzhenitsyn. Archipiélago Gulag (1973).

jueves, 30 de mayo de 2013

Flaubert: la sencillez de Felicidad

Dante Gabriel Rossetti. Beata Beatrix (1864-1870).
   El cura empezó por resumir la historia sagrada. Felicidad creía estar viendo el paraíso, el Diluvio, la torre de Babel, las ciudades envueltas en llamas, pueblos que morían, ídolos derribados. Y de este deslumbramiento conservó el respeto al Altísimo y el temor a su cólera. Después lloró escuchando la Pasión. ¿Por qué le habían crucificado, a Él que amaba a los niños, alimentaba a las multitudes, curaba a los ciegos y había querido, por bondad, nacer en medio de los pobres, sobre el estiércol de un establo? En su vida se encontraban las sementeras, las cosechas, los lagares, todas esas cosas familiares de que habla el Evangelio; el paso de Dios las había santificado; y amó más tiernamente a los corderos por amor del Cordero, a las palomas por el Espíritu Santo.
(…)
   En cuanto a los dogmas, no entendía nada, ni siquiera intentó entender. El cura hablaba, los niños recitaban, Felicidad acababa por dormirse; y se despertaba de pronto, cuando los niños se iban repiqueteando con los zuecos sobre las losas.


Gustave Flaubert. Un corazón sencillo (1877).

miércoles, 29 de mayo de 2013

Libro de Proverbios: el vino

Adriaen Brouwer. La bebida amarga (siglo XVII).
¿Quién sufre? ¿Quién se queja?
¿Quién anda en pleitos y lamentos?
¿Quién es herido sin motivo?
¿Quién tiene turbia la mirada?
El que no abandona jamás el vino
y anda ensayando nuevas bebida.
No te fijes en el vino.
¡Qué rojo se pone y cómo brilla en la copa!
¡Con qué suavidad se resbala!
Pero al final es como una serpiente
que muerde y causa dolor.
Te hará ver cosas extrañas,
y pensar y decir tonterías;
te hará sentir que estás en alta mar,
recostado en la punta del palo mayor,
y dirás:
“Me golpearon, y no lo sentí;
me azotaron, y no me di cuenta;
pero en cuanto me despierte
iré en busca de más vino”.


Anónimo. Libro de Proverbios (datación incierta).

domingo, 26 de mayo de 2013

Solzhenitsyn: el arresto

Iván Vladimirov. Interrogatorio en el comité de los pobres.
¡El arresto! ¿Hará falta decir que parte nuestra vida en dos?, ¿que se abate sobre nosotros como un rayo?, ¿que representa un duro trauma espiritual que no todos son capaces de asimilar y que a menudo conduce a la locura? El universo tiene tantos centros como seres vivos hay en él. Cada uno de nosotros es un centro del universo. Y el cosmos se desmorona cuando le dicen a uno entre dientes: «¡Queda usted detenido!»

Aleksandr Solzhenitsyn. Archipiélago Gulag (1973).

sábado, 25 de mayo de 2013

Stefan Zweig: el primer encuentro

Anders Zorn. Descuidado (1884).
   Pero recuerdo el día y la hora en que deliberadamente te entregué mi corazón. Había ido a dar un paseo con una compañera de colegio y estábamos charlando en la puerta. Llegó un coche. Te apeaste con esa manera impaciente y espontánea que nunca he cesado de admirar, y te disponías a entrar. No sé qué impulso me obligó a abrirte la puerta, y ponerme en tu camino, hecho este que por poco nos hace tropezar. Me miraste de un modo cordial, dulce y envolvente, que era casi una caricia. Me sonreíste tiernamente —sí, esa es la palabra, tiernamente— y dijiste afable, casi en tono confidencial:
   —Muchas gracias, señorita.
   Eso fue todo, amor mío. Pero desde ese momento, desde el momento en que me miraste con tanta ternura, te pertenecí. Más tarde, mucho más tarde, comprendí que ese era tu modo de mirar a todas las mujeres que se cruzaban en tu camino. Era una mirada acariciadora y resuelta: la mirada del seductor nato. Involuntariamente, mirabas de esa forma a todas las mujeres: la dependienta que te atendía, la camarera que te abría una puerta. No es que, conscientemente, desearas a todas aquellas mujeres; pero tu impulso hacia el otro sexo hacía que, sin proponértelo, tu mirada fuera ardiente y acariciadora siempre que se posaba sobre una mujer.

Stefan Zweig. Carta de una desconocida (1922).

viernes, 24 de mayo de 2013

Stefan Zweig: la idea de tantos libros

Konstantin Korovin. Estudio de un artista (1892-1894).
Aunque todavía no te conocía, pensé en ti toda la noche. Yo no tenía más de una docena de libros baratos y viejos. Los quería más que a nada en el mundo y los leía una y otra vez. Traté de imaginar entonces al hombre poseedor de tantos volúmenes, al hombre que había leído tanto, que sabía tantos idiomas, que era rico e ilustrado. La idea de tantos libros me despertaba una especie de etérea veneración hacia tu persona.


Stefan Zweig. Carta de una desconocida (1922).

jueves, 23 de mayo de 2013

Stefan Zweig: una petición

Konstantin Korovin. Crepúsculo invernal.
No tienes por qué asustarte de mis palabras. Una mujer muerta no necesita nada: ni amor, ni compasión, ni consuelo. Solo he de pedirte que creas todo lo que mi dolor, que busca amparo en ti, me fuerza a revelarte. Cree mis palabras, ya que no te reclamo otra cosa; una madre no miente junto al lecho de muerte de su único hijo.


Stefan Zweig. Carta de una desconocida (1922).

miércoles, 22 de mayo de 2013

Kafka: el final de Josep K.

Ernesto Sabato. El señor K. (1986).

Sus ojos se clavaron en el último piso de la casa lindante con la cantera. Del mismo modo que se enciende una llama, se abrieron de golpe los cristales de una ventana; una persona, una figura débil y vacilante por la distancia y la altura, se inclinó mucho hacia adelante con un brusco movimiento y tendió los brazos aún más hacia adelante. ¿Quién era? ¿Un amigo? ¿Una buena persona? ¿Alguien que sentía compasión? ¿Alguien que quería ayudar? ¿No habría más de uno? ¿Eran todos? ¿Era una última ayuda? ¿Quedaban objeciones que habían olvidado? Seguro quedaba alguna. La lógica es ciertamente inconmovible, pero a una persona que quiere vivir no le opone resistencia. ¿Dónde estaba el juez que no había visto nunca? ¿Dónde estaba el alto tribunal al que nunca había llegado? Levantó las manos y separó todos los dedos.
   Pero las manos de uno de los señores se posaban ya en la garganta de K., mientras el otro le hundía profundamente el cuchillo en el corazón y lo hacía girar dos veces. Con los ojos vidriosos, K. vio aún cómo los señores, muy cerca de su cara, mejilla contra mejilla, observaban la decisión. «¡Como un perro!», dijo; era como si la vergüenza hubiese de sobrevivirle.

Franz Kafka. El proceso (1925).

jueves, 16 de mayo de 2013

Camus: el heroísmo

Hans Liska. Transporte Ju 52 en Francia (1940).

   Nos hemos visto obligados  a participar de su filosofía, a aceptar parecernos un poco a ustedes. Habían elegido el heroísmo sin norte, porque es el único valor que queda en un mundo que ha perdido el sentido. Y al elegirlo para ustedes, lo eligieron para todo el mundo y para nosotros. Porque tuvimos que imitarles para no morir. Pero caímos en la cuenta entonces de que nuestra superioridad sobre ustedes radicaba en tener un norte. Ahora que esto va a acabar, podemos decirles lo que hemos aprendido, y es que el heroísmo es poca cosa; es más difícil la felicidad.

Albert Camus. Cartas a un amigo alemán (1944).