lunes, 30 de julio de 2012

Cortázar: la eternidad de un cuerpo


Víctor Brauner. Mythotony (1942).

No estábamos enamorados, hacíamos el amor con un virtuosismo desapegado y crítico, pero después caíamos en silencios terribles y la espuma de los vasos de cerveza se iba poniendo como estopa, se entibiaba y contraía mientras nos mirábamos y sentíamos que eso era el tiempo. La Maga acababa por levantarse y daba inútiles vueltas por la pieza. Más de una vez la vi admirar su cuerpo en el espejo, tomarse los senos con las manos como las estatuillas sirias y pasarse los ojos por la piel en una lenta caricia. Nunca pude resistir al deseo de llamarla a mi lado, sentirla caer poco a poco sobre mí, desdoblarse otra vez después de haber estado por un momento tan sola y tan enamorada frente a la eternidad de su cuerpo.

Julio Cortázar. Rayuela (1963).

jueves, 26 de julio de 2012

Elizabeth Gaskell: el gris descanso de un alma


Lucian Freud. Hotel Bedroom (1954).

El buen doctor nos llevó a mí y a mi hija con sigilo a su modesta vivienda; y allí viví en el más completo retiro, sin ver nunca la luz del día, aunque, cuando se me quitó el tinte de la cara, mi esposo no quiso que volviera a ponérmelo. No hacía falta; mi cabello rubio era gris, mi tez cenicienta, ningún ser humano habría reconocido a la joven lozana y rubia de dieciocho meses antes. Las pocas personas a quienes veía sólo me conocían como madame Voss; una viuda mucho mayor que él, con quien el doctor se había casado en secreto. Me llamaban <<la mujer gris>>.

Elizabeth Gaskell. La mujer gris (1861).

martes, 24 de julio de 2012

Chéjov: un beso de desesperanza


Edward Burne-Jones. El árbol del  perdón.
   "¡Qué estúpido! ¡Qué estúpido! —pensaba Riabóvich contemplando la corriente— ¡Qué poco inteligente es todo esto!"
   Ahora que ya no esperaba nada, la historia del beso, su impaciencia, sus vagas esperanzas y su desencanto se le aparecían con vivísima luz. Ya no le parecía extraño que no se hubiera presentado el jinete enviado por el general, ni no ver nunca a aquella que casualmente le había besado a él en lugar de otro. Al contrario, lo raro sería que la viera.
(…)
   Y el mundo entero, la vida toda, le parecieron a Riabóvich una broma incomprensible y sin objeto. Apartando luego la vista del agua y tras haber elevado los ojos al cielo, recordó otra vez cómo el destino en la persona de aquella mujer desconocida le había acariciado por azar, se acordó de sus ensueños y visiones estivales, y su vida le pareció extraordinariamente aburrida, mísera y gris.

Antón Chéjov. El beso (1887).

viernes, 20 de julio de 2012

Fontane: una mujer infiel pero no casquivana

John William Waterhouse. Ofelia (1889).

   —(…) Entonces cuando me fui de casa y tuve mi última conversación con él, hablé de los más compasivos entre los humanos. Me parece que fue ayer. Entonces decidí construir mi futuro sobre esos compasivos porque contaba con que bastaría para reconciliarlos que yo te amaba. Pero fue un error, también ellos han fallado. Y ahora tengo que decir que tenían razón. Porque el amor no es decisivo, ni la fidelidad. Me refiero a la fidelidad de todos los días, que no vale más que para proteger de la infidelidad. Y es que no es gran cosa ser fiel cuando se ama y luce el sol y la vida transcurre cómodamente y no exige sacrificios. La fidelidad acrisolada, ésa es la que vale. Ahora puedo demostrar mi valor, quiero demostrarlo y lo demostraré, ahora es mi momento. Demostraré lo que soy y demostraré que todo lo sucedido sucedió porque tenía que suceder, porque te amaba, y no porque era una casquivana y vivía alegremente al día y no pretendía más que pasar de una vida cómoda a otra más cómoda todavía.

Theodor Fontane. La adúltera (1882).

lunes, 16 de julio de 2012

Kafka: insalvables dificultades


Dante Gabriel Rossetti. Escribiendo en la arena (1859).

   —¿Sabes adónde voy? —preguntó K.
   —Sí —respondió Frieda.
   —¿Y no me retienes? —preguntó K.
   —Encontrarás tantos obstáculos —respondió—. Para qué retenerte.
   Abrazó a K. para despedirse, le dio un bocadillo que había traído de abajo para reemplazar el almuerzo, le recordó que no debía volver al albergue, sino a la escuela, y le acompañó, con la mano por el hombro, hasta el umbral de la casa.

Franz Kafka. El castillo (1926).

sábado, 14 de julio de 2012

Gore Vidal: lo que son los galos


Estatua de mármol del emperador Juliano. Siglo IV. Museo de Louvre.

Mientras me despedía de unos y otros noté que se había reunido una gran multitud en las arcadas que rodean la plaza. Al reconocerme, se acercaron. Con rapidez mis guardias sacaron las espadas y me envolvieron en un cerco. Pero la multitud no era hostil. En su mayor parte estaba compuesta por mujeres con sus hijos. Imploraban para que no mandase a sus esposos al extranjero. Una mujer levantó ante mí un niño como una flameante bandera: <<¡No alejéis a su padre! ¡Él es todo lo que tenemos!>>.
   Otras gritaron: <<¡Lo habéis prometido, César! ¡Lo habéis prometido!>>.
   Me volví, incapaz de soportar sus llantos. En la puerta del palacio, Decencio conversaba enfrascado con el agente secreto Gaudencio. Se separaron cuando yo me aproximé.
    —Un viejo amigo —dijo Decencio.
   —Estoy seguro de ello —dije cortante. Señalé a la multitud—. ¿Los oís?
   Decencio me miró inexpresivo por un momento. Luego miró hacia la plaza.
   —Oh, sí. Es muy común en las provincias. Las mujeres siempre se quejan cuando se aleja a los hombres. Cuando hayáis estado en el ejército tanto tiempo como yo, ni lo notaréis.
  —Temo que me resultará difícil no notarlo. Como veis, les he prometido…
   Pero Decencio ya había oído lo suficiente sobre mi famosa promesa.
   —Mi querido César —dijo con tono paternal—, cuando vuelva el calor estas mujeres ya habrán hallado a un nuevo hombre. Son animales. Nada más.

Gore Vidal. Juliano el apóstata (1964).

miércoles, 11 de julio de 2012

Patricia Highsmith: ¿a quién elegir?

René Magritte. El ramo perfecto (1957).

Harry se avergonzó de sus pensamientos. Él y Connie acababan de pasar una hora maravillosa en la cama. ¡Cómo se atrevía a pensar en Lesley! Pero lo cierto es que había pensado en Lesley, y seguía pensando en ella. ¿Tendría que abandonar esos cautivantes ojos castaños, esa sonrisa, ese cabello castaño (siempre con un corte excelente, por supuesto) que parecía recién lavado cada vez que la veía? Sí, tendría que abandonar todo eso si se casaba con Connie y dormía todas las noches en Connecticut.
   —¿En qué estás pensando? —Connie sonrió, con cara de sueño. Sus labios eran un encanto sin pintalabios, como ahora.
   —En nosotros —dijo Harry. Era domingo por la noche. Había estado en la misma cama con Lesley la noche anterior, y ella se había ido esa mañana a comer con sus padres.
   —Hagamos algo al respecto —dijo Connie en su voz suave pero firme, y apagó el cigarrillo. Se levantó la sábana hasta el pecho, pero uno de sus pechos quedó a la vista.
   Harry miró embobado el pecho. ¿Qué iba a hacer? ¿Dejar esperando a las dos muchachas indefinidamente? ¿Disfrutar de ambas y no casarse nunca? ¿Cuánto podía seguir así hasta que una o la otra se hartara? ¿Dos meses más? ¿Un mes? Algunas muchachas se apresuraban, otras se lo tomaban con calma. Connie era de las pacientes, pero demasiado inteligente para desperdiciar mucho tiempo. Lesley ahuecaría el ala incluso más rápido, creía Harry, si sospechaba que él estaba eludiendo el tema del matrimonio. Lesley lo dejaría con una sonrisa y sin hacerle una escena. En un sentido, las dos eran iguales: ninguna iba a esperar para siempre. ¿Por qué no podía uno tener dos esposas?

Patricia Highsmith. A propósito (1981).

viernes, 6 de julio de 2012

László Krasznahorkai: acosar con la mirada


Paul Delvaux. La ciudad dormida (1938).

Arregló los pliegues del abrigo a su espalda, extendió la estola de piel sintética sobre su regazo, juntó las manos sobre el bolso abultado por el pañuelo de lana metido dentro y, con la postura rígida de siempre, volvió a mirar por la ventanilla, cuando de pronto se percató por el reflejo de aquel vidrio mugriento de que un hombre de barba hirsuta y <<asombrosamente taciturno>>, sentado frente a ella sorbiendo un aguardiente hediondo, tenía la mirada clavada (<<¡ávidamente!>>) en sus fuertes pechos, que quizá destacaban un poquito en exceso (en ese momento sólo los cubrían la blusa y la chaquetita del traje sastre). <<¡Ya lo sabía!>>, pensó volviendo la cabeza con la velocidad de un rayo, y si bien se sintió inundada por un intenso calor, hizo como si no se hubiera percatado de nada. (…) <<¿Desde cuándo me mira?>>, se preguntó de golpe la señora Pflaum, y al pensar en la posibilidad de que la atención indecente del hombre <<se centrara>> en ella desde el comienzo del viaje, la mirada le pareció aún más aterradora que antes, cuando las miradas se cruzaron por un fugaz momento. Esos dos ojos ocultaban, además, una profunda repugnancia tras aquella <<sucia lubricidad>>, e <<incluso>>, pensó estremeciéndose, emanaban <<un frío desprecio>>. Si bien no podía considerarse <<precisamente>> una anciana, era consciente de haber sobrepasado la edad en que tal interés —bastante vulgar, por cierto— resultaba natural, de suerte que pensó con asco en el hombre (¿qué clase de hombre es aquel que siente deseos por las mujeres mayores?), es más, incluso consideró, atemorizada, la siguiente posibilidad: ese delincuente, que olía a alcohol, sólo quería burlarse y mofarse de ella, sólo pretendía humillarla y tirarla luego <<como un trapo>>. El tren aceleró la marcha con unas torpes sacudidas, las ruedas empezaron a traquetear brutalmente sobre las vías, y un pudor confuso, intenso y hacía tiempo olvidado se apoderó de la señora Pflaum, mientras empezaban a escocerle y a arderle los pechos pesados y turgentes bajo los rayos de aquella mirada violenta y desinhibida. Los brazos, que al menos podrían haberlos tapado, simplemente no obedecían a su voluntad: como alguien que, estando atado, no puede hacer nada contra la infame desnudez, se sentía cada vez más indefensa, más desnuda, y tuvo que constatar, impotente, que cuanto más deseaba ocultar su plenitud femenina, tanto más se ponía ésta de manifiesto.

László Krasznahorkai. Melancolía de la resistencia (1989).

jueves, 5 de julio de 2012

Sabato: con tapones para los oídos

Edvard Munch. El grito.
   Algo que a mí me afecta terriblemente es el ruido. Hay tardes en que caminamos cuadras y cuadras antes de encontrar un lugar donde tomar un café en paz. Y no es que finalmente encontremos un bar silencioso, sino que nos resignamos a pedir que, por favor, apaguen el televisor, cosa que hacen con toda buena voluntad tratándose de mí, pero me pregunto, ¿cómo hacen las personas que viven en esta cuidad de trece millones de habitantes para encontrar un lugar donde conversar con un amigo? Esto que les digo nos pasa a todos, y muy especialmente a los verdaderos amantes de la música, ¿o es que se cree que prefieren escucharla mientras todos hablan de otros temas y a los gritos? En todos los cafés hay, o un televisor, o un aparato de música a todo volumen. Si todos se quejaran como yo, enérgicamente, las cosas empezarían a cambiar. Me pregunto si la gente se da cuenta del daño que le hace el ruido, o es que se los ha convencido de lo avanzado que es hablar a los gritos. En muchos departamentos se oye el televisor del vecino, ¿cómo nos respetamos tan poco? ¿Cómo hace el ser humano para soportar el aumento de decibeles en que vive? Las experiencias con animales han demostrado que el alto volumen les daña la memoria primero, luego los enloquece y finalmente los mata. Debo de ser como ellos porque hace tiempo que ando por la calle con tapones para los oídos.

Ernesto Sabato. La resistencia (2000).