Pero
desde que llegué a joven, aunque cada año iba adquiriendo un mayor conocimiento
de mi horrible condición, fui volviéndome, sin saber por qué, más tranquilo.
Realmente, sin saber por qué, y aún hoy no he logrado contestarme a ese porqué.
Quizá se debió a la terrible congoja que se apoderó de mí por una circunstancia
infinitamente más poderosa que todo mi ser: llegué a convencerme de que en este
mundo todo daba lo mismo en todas partes. Hacía mucho que lo presentía, mas
sólo el último año, y como de sopetón, alcancé ese convencimiento cabal. De
pronto me di cuenta de que me daba lo mismo que existiera el mundo o que no
hubiera absolutamente nada en parte alguna. Con todas las fibras de mi ser
comencé a percibir y a sentir que a mi vera no había nada. Al principio tenía
la impresión de que anteriormente sí había habido muchas cosas, pero luego
acerté a ver que tampoco antes había habido nada, sólo lo parecía. Poco a poco
me convencí de que tampoco habría nada nunca en el futuro. Entonces, un buen
día, cesé de sentirme enojado contra las personas y casi dejé de darme cuenta
de su existencia. A fe mía, hasta en los detalles más insignificantes resultaba
ello evidente. A veces, por ejemplo, caminaba por la calle y me tropezaba con alguien.
No es que estuviera yo embebido en mis pensamientos, pues no tenía en qué
pensar; entonces había dejado de pensar por completo, me daba lo mismo todo.
¡Bien estaría si hubiera resuelto las cuestiones!, pero no había resuelto ninguna,
y ¿cuántas había? Pero desde que me daba lo mismo, todos los problemas se
esfumaron.
Fiódor Dostoyevski. El sueño de un hombre ridículo (1877).