lunes, 27 de febrero de 2012

Larra y la admiración por el mundo

Louis Gallait. Tasso in the prison.
Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores, o a las muy tupidas, les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo; para éstas, no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar. Cuando en un día de esos en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de la víspera, preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodeado dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie no para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas.

Mariano José de Larra. La vida de Madrid (1834).

jueves, 23 de febrero de 2012

Shakespeare y los celos mortales


OTELO: ¿Tú diste a Casio aquel pañuelo, regalo mío y que yo tanto apreciaba?

DESDÉMONA: ¡No, te lo juro por mi vida! Pregúntaselo a él.

OTELO: No jures en falso, amada mía, que ya estás en el tálamo de la muerte.

DESDÉMONA: ¿Tan pronto?

OTELO: En seguida. Confiesa, pues, tus culpas, una por una, que aunque las niegues con los más firmes juramentos, no has de disminuir en un ápice mi firme convicción. De todas maneras, morirás.

DESDÉMONA: Entonces, Dios tenga compasión de mí.

OTELO: Así sea.

DESDÉMONA: Tú también tenla. No te ofendí jamás en esta vida. A Casio nunca amé; ni le di prenda alguna de amor. Quísele sólo con la amistad que Dios aprueba.

OTELO: ¡Dios mío! ¡Y yo que he visto el pañuelo en sus manos! ¡Oh perjura! Mi pecho petrificas, y lograrás que asesinato llame lo que quise que fuera sacrificio. El pañuelo vi yo.

DESDÉMONA: Lo hallo sin duda, jamás lo regalé. Que venga al punto y la verdad confiese.

OTELO: Ya la ha confesado.

DESDÉMONA: ¿Y qué confesó?

OTELO: Que alcanzó favores tuyos.

DESDÉMONA: ¿Indignamente?

OTELO: Sí.

DESDÉMONA: Falso. No lo repetirá delante de mí.

OTELO: No, porque Yago le ha cerrado la boca.

DESDÉMONA: ¡Ah! Tiemblo. ¿Casio ha muerto?

OTELO: ¡Ojalá hubiera tenido tantas vidas como cabellos; para que mi venganza las hubiera devorado una por una!

DESDÉMONA: ¡Vendido fue, gran Dios, y yo perdida!

OTELA: ¡Infame! ¿Y te atreves a llorarle delante de mí?

DESDÉMONA: ¡Esposo mío, destiérrame de tu presencia, pero no me mates!

OTELO: Apártate, vil adúltera.

DESDÉMONA: Déjame vivir siquiera esta noche. Mátame mañana.

OTELO: ¿Aún te defiendes?

DESDÉMONA: Si quiera una hora de vida.

OTELO: La hora inevitable ha llegado.

DESDÉMONA: Deja que rece una oración.

OTELO: Es tarde ya.

(La estrangula)


William Shakespeare. Otelo: el moro de Venecia (1603).

lunes, 20 de febrero de 2012

Chéjov y la juventud desperdiciada

Tomás O'Maoldomhnaigh. Ennis Train Station.
"Mi juventud se ha perdido sin el menor provecho, como una colilla inútil –seguía yo pensando–. Mis padres murieron cuando yo era aún un niño; me expulsaron del colegio. Nací en una familia noble, pero no recibí educación ni instrucción, y mis conocimientos no son superiores a los de cualquier peón de ferrocarril. No tengo un rincón propio donde caerme muerto, ni parientes, ni amigos, ni ocupación que me guste. No valgo para nada y en la flor de la vida solo he sido utilizado para que cubriera el puesto de jefe de una pequeña estación. No he conocido otra cosa que desgracias y calamidades. ¿Qué otro mal puede acaecerme todavía?"
A lo lejos aparecieron unas luces rojas. Un tren corría a mi encuentro. La estepa dormida oía su traqueteo. Mis reflexiones eran tan amargas que tenía la impresión de pensar en voz alta y de que el gemido del telégrafo y el rumor del tren transmitían mis pensamientos.
"¿Qué otro mal puede sucederme? ¿Perder a mi mujer? –me preguntaba–. Ni eso me asusta. Nadie puede esconderse de su propia conciencia: ¡yo no quiero a mi mujer! Me casé con ella cuando todavía era un muchacho. Y ahora, que yo sigo siendo joven y fuerte, ella, en cambio, se ha ajado, ha envejecido, se ha vuelto estúpida y está llena de prejuicios de pies a cabeza. ¿Qué hay de bueno en su empalagoso amor, en su pecho hundido, en su mirada mustia? La soporto, pero no la amo. ¿Qué puede ocurrir, pues? Mi juventud se está echando a perder por menos de una pulgada de rapé, como suele decirse. Las mujeres solo pasan por un instante ante mí en las ventanillas de los vagones como estrellas fugaces. No he tenido ni tengo amor. Y mi virilidad, mi valentía, mi buen corazón se echan a perder… Todo se pudre como la basura, y toda mi riqueza, aquí, en la estepa, no vale ni una moneda de cobre."

Anton Chéjov. Champagne. Relato de un granuja.

viernes, 17 de febrero de 2012

Camus: Calígula y la importancia del mundo

Eustache Le Sueur. Calígula.
ESCENA 10

QUEREAS
He sabido que has regresado. Hago votos por tu salud.

CALÍGULA
Mi salud te lo agradece. (Pausa. Luego, de repente.)
Vete, Quereas, no quiero verte.

QUEREAS
Me sorprendes, Cayo.

CALÍGULA
No te sorprendas. No me gustan los literatos y no soporto sus mentiras. Hablan sin la menor intención de escucharse. Si se escucharan, sabrían que no son nada y dejarían de hablar. Vamos, largaos los dos, me horrorizan los testigos falsos.

QUEREAS
Si mentimos, la mayoría de las veces lo hacemos sin darnos cuenta. Me declaro inocente.

CALÍGULA
La mentira nunca es inocente. Y la vuestra da importancia a los seres y a las cosas. Eso es lo que no puedo perdonaros.

QUEREAS
Y sin embargo, bien hay que abogar por este mundo, si queremos vivir en él.

CALÍGULA
No abogues, porque la causa ya está juzgada. Este mundo carece de importancia y quien reconoce eso conquista su libertad. (Se ha levantado.) Y os odio precisamente porque no sois libres. Yo soy ahora el único ser libre de todo el Imperio romano. Alegraos, por fin tenéis un emperador que os enseñará la libertad. Vete, Quereas, y tú también Escipión, la amistad me da risa. Id a anunciar a Roma que por fin se le ha devuelto la libertad y que eso inaugura una nueva era.
(Salen. CALÍGULA se ha dado media vuelta.)

Albert Camus. Calígula (1945).

domingo, 12 de febrero de 2012

Sabato: una rata con alas (capítulo completo)

Supuesta pintura de Maurice Utrillo. Locura.

Sin que atinara a nada (¿para qué gritar? ¿para que la gente al llegar lo matara a palos, asqueada?), Sabato observó cómo sus pies se iban transformando en patas de murciélago. No sentía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a causa del encogimiento y resecamiento de la piel, pero sí una repugnancia que se fue acentuando a medida que la transformación progresaba: primero los pies, luego las piernas, poco a poco el torso. Su asco se hizo más intenso cuando se le formaron las alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plumas. Por fin, la cabeza.
Hasta ese momento, había seguido el proceso con su vista, y aunque no se atrevió a tocar con sus manos, todavía humanas, las patas de murciélago, no pudo dejar de ver con horrenda fascinación las garras de gigantesca rata, arrugada la piel como la de un anciano milenario. Pero luego, como ya se ha dicho, lo que más lo impresionó fue el surgimiento de las enormes alas cartilaginosas. Pero cuando el proceso alcanzó la cabeza, y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad. Durante un tiempo quedó paralizado en la cama, donde lo había sorprendido la transformación. Trató de conservar la calma y hacerse un plan. En ese plan entraba el propósito de mantenerse callado, pues con gritar sólo lograría el acceso de personas que lo matarían despiadadamente con fierros. Había, sí, la frágil esperanza de que comprendiera que esa inmundicia viviente era él mismo, puesto que no era lógico que se hubiese instalado en su lugar de modo inexplicable.
En su cabeza de rata bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sentado, trató de serenarse y tomar las cosas como eran. Con cierto cuidado, como si se tratara de un cuerpo extraño a él mismo (como de algún modo lo era), se movió hasta ponerse en la posición que acostumbraba tomar un ser humano para levantarse de la cama: es decir, se sentó de costado, con pies colgando hacia el suelo. Entonces advirtió que las patas no alcanzaban el piso. Pensó que por la contracción de los huesos, su tamaño se había hecho menor, aunque no demasiado, lo que explicaba la piel tan arrugada. Calculó que su estatura podía alcanzar más o menos el metro veinte. Se levantó, y se contempló en el espejo.
Durante largo tiempo permaneció sin moverse. Había perdido la calma y ahora lloraba en silencio ante el horror.
Hay gente que tiene ratas en su casa, fisiólogos como Houssay, que experimentan con esos asquerosos bichos. Pero él había pertenecido siempre a la clase de gente que siente invencible asco ante la sola vista de una rata. Es imaginable, pues, lo que podía sentir ante una rata de metro veinte, con inmensas alas cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos monstruos.
¡Y él dentro!
Su vista había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción de que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto de su emoción, sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la ceguera total. Así fue: en pocos segundos más, aunque esos segundos le parecieron siglos de catástrofes y pesadillas, sus ojos llegaron a la absoluta negrura. Quedó paralizado, aunque sentía que su corazón golpeaba tumultosamente y que su piel temblaba de frío. Luego, poquito a poquito, se acercó tanteando hacia la cama, y se sentó a su costado.
Así permaneció un tiempo. Hasta que de pronto, sin poder retener, olvidando su plan y sus razonables prevenciones, se encontró lanzando un inmenso y pavoroso grito de socorro.
Pero un grito que no era humano ya sino el estridente y nauseabundo chillido de una gigantesca rata alada. Vino gente, como es natural. Pero no manifestó ninguna sorpresa. Le preguntaron qué pasaba, si se sentía mal, si quería una taza de té.
No advertían su cambio, era evidente.
No respondió nada, no dijo una sola palabra, pensando que sólo lograría que lo tomasen por loco. Y decidió tratar de vivir de cualquier manera, guardando su secreto, aun en condiciones tan horrendas.
Porque el deseo de vivir es así: incondicional e insaciable.

Ernesto Sabato. Abaddón el exterminador (1974).

jueves, 9 de febrero de 2012

Maurois: las incógnitas de una mujer (II)

Pierre-Auguste Renoir. Le Moulin de la Galette.
Felipe mostraba aquellos días una alegría animada que le conocí antaño conmigo. El espectáculo de su placer me hacía daño. Sobre todo, sufría viéndole interesarse por tantas mujeres distintas. Me parece que hubiera tolerado mejor una pasión única, irresistible. Eso hubiese sido terrible, sin duda, y mucho más peligroso para mi hogar, pero al menos tendría la misma grandeza que mi amor. Lo más penoso era ver a mi héroe conceder tanta importancia a seres amables, acaso, pero a los que yo encontraba bastante mediocres. Un día me atreví a decirle:
—Querido Felipe, quisiera comprenderte. ¿Qué placer encuentras en tratar a la pequeña Yvona Prévost?... No es tu amante, me lo dices y te creo, pero entonces ¿qué representa para ti?... ¿La encuentras inteligente?... A mí, más que otra cosa, me aburre.
—¿Yvona?... ¡Oh, no, no es fastidiosa!... Es necesario hablarle de lo que entiende. Es hija y mujer de marinos; conoce muy bien los barcos, el mar. La primavera última, pasé algunos días en el Midi, con ella y su marido. Nadamos y marchamos a la vela; era muy entretenido... Luego, es alegre, está bien formada, gusta mirarla... ¿qué más quieres?...
—¿Para ti?... Mucho más... Entiéndeme, querido, te hallo digno de las mujeres más notables y te veo aficionado a las pequeñas criaturas lindas, pero banales.
—¡Qué injusta y qué severa eres!... Elena y Francisca, por ejemplo, son dos mujeres notables. Y, además, son muy viejas amigas mías. Antes de la guerra, cuando estuve tan enfermo, Elena se portó admirablemente. Fue a cuidarme y acaso me salvó... ¡Eres muy extraña, Isabel!... ¿Qué es lo que deseas?... ¿Qué me pelee con la humanidad entera, para permanecer sólo contigo?... Me aburriría al cabo de dos días... y tú también.
—¡Oh, yo no!... Yo estoy dispuesta a encerrarme contigo en una prisión para siempre. Eres tú quien no podría soportarlo.
—Ni tú tampoco, mi pobre Isabel; tú deseas eso porque no lo tienes; pero si te hiciera llevar tal vida, te horrorizarías de ella.
—Pruébalo, querido, ya verás. Escucha: Navidad se acerca; vámonos juntos, solos... ¡me gustaría tanto!... Sabes que para mí no hubo viaje de bodas.
—¿Por qué no?... Encantado... ¿Adónde quieres que vayamos?
—¡Ah!... Me es igual, sea donde sea, el caso es estar contigo.
Acordamos ir a pasar algunos días a la montaña, e inmediatamente escribí a Saint-Moritz para reservar habitaciones.
La idea de este viaje fue suficiente para hacerme feliz pero Felipe seguía estando sombrío.

André Maurois. Climas de amor (1929).

martes, 7 de febrero de 2012

Maurois: las incógnitas de una mujer (I)


Pierre-Auguste Renoir. El almuerzo de los remeros (1879).
   Preguntábame si Felipe contaba hacer de mí su esposa o su amante. Amaba hasta esta incertidumbre. Felipe sería el árbitro de mi destino: era preciso que la solución viniese tan sólo de él. Esperaba confiada.
   A veces una indicación más precisa parecía aflorar bajo las palabras. Felipe decía: "Es necesario que te haga conocer Brujas; es un lugar delicioso... y no hemos hecho nunca ni un pequeño viaje juntos". La idea de partir con él me encantaba; sonreía con ternura; pero en los días siguientes no se hablaba más de aquella partida.
(...)
   Al otro día por la mañana, partió para Gandumas y pasó allí quince días, durante los cuales me escribió mucho. Antes de volver, me envió el largo relato del cual he hablado y que es el de su vida con Odila. Esta narración me interesó y me sorprendió. Descubrí en ella un Felipe ávido y celoso que no había imaginado nunca, que había querido pintarse para mí tal como era, para evitar toda sorpresa penosa. Pero este retrato no me asustó. ¿Qué me importaba que fuera celoso?... No tenía la intención de engañarlo. ¿Qué me importaba que se divirtiera, a veces, con algunas jóvenes?... Estaba dispuesta a aceptarlo todo.
   Tanto en su conducta como en sus conversaciones, dejaba ahora adivinar, claramente, que estaba resuelto a casarse conmigo. Ello me hacía dichosa y sin embargo un leve desasosiego enturbiaba un poco mi dicha: un matiz de irritación que había, en ocasiones, advertido en él cuando me oía hablar o me veía obrar, me parecía hacerse más vivo y presentarse con más frecuencia. Muchas veces en el curso de una velada que comenzó en una comunión espiritual perfecta, había experimentado la impresión de verlo, de repente, ante una palabra mía, cerrarse y entregarse a un triste ensueño. Silenciosa, a mi vez, intentaba reconstruir lo que había dicho. Todas mis frases me parecían inocentes. Buscaba comprender lo que había podido molestarle; no lo hallaba. Las reacciones de Felipe me parecían misteriosas, imprevisibles.

André Maurois. Climas de amor (1929).

sábado, 4 de febrero de 2012

Atxaga: cuando una mujer esconde su rostro

Mauricio Rugendas. Tapada limeña.
   Sí, me cubrí el rostro con esta tupida red el día en que se me quemaron las manos. La gente sentía piedad por mí. Sentía piedad, sobre todo, porque pensaba que también mi cara había resultado quemada; y yo estaba segura de que el secreto me hacía superior a todos ellos, de que así burlaba su morbosidad.
  Sabían que yo era una mujer hermosa y que doce hombres me enviaban flores cada día.
   Uno de esos hombres se quemó la cara pensando que así ambos estaríamos en las mismas condiciones, en idéntica y dolorosa situación. Me escribió una carta diciéndome: ahora somos iguales, toma mi actitud como una prueba de amor.
  Lloré amargamente durante muchas noches. Lloré por mi orgullo y por la humildad de mi amante; pensé que, en justa correspondencia, yo debía hacer lo mismo que él: quemarme la cara.
   Si dejé de hacerlo no fue por el sufrimiento físico ni por ningún otro temor, sino porque comprendí que una relación amorosa que empezara con esa fuerza habría de tener, necesariamente, una continuación mucho más prosaica. Por otro lado, no podía permitir que él conociera mi secreto, hubiera sido demasiado cruel. Por eso he ido esta noche a su casa. También él se cubría con un velo. Le he ofrecido mis pechos y nos hemos amado en silencio; era feliz cuando le clavé este cuchillo en el corazón. Y ahora sólo me queda llorar por mi mala suerte.

Bernardo Atxaga. Para escribir un cuento en cinco minutos en Obabakoak (1988).

viernes, 3 de febrero de 2012

Carta desde una cárcel de amor


En saber que escrivo para ti se turba el seso. Grabado de la edición catalana de 1493.
Si toviera tal razón para escrevirte como para quererte, sin miedo lo osara hazer; mas en saber que escrivo para ti se turba el seso y se pierde el sentido, y desta causa antes que lo començase tove conmigo grand confusión; mi fe dezía que osase; tu grandeza que temiese; en lo uno hallava esperança y por lo otro desesperava, y en el cabo acordé esto; mas, guay de mí, que comencé tenprano a dolerme y tarde a quexarme, porque a tal tienpo soy venido, que si alguna merced te meresciese, no hay en mí cosa biva para sentilla, sino sola mi fe; el coraçón está sin fuerça, y el alma sin poder, y el juizio sin memoria; pero si tanta merced quisiesses hazerme que a estas razones te pluguiese responder, la fe con tal bien podrié bastar para restituir las otras partes que destruiste. Yo me culpo porque te pido galardón sin haverte hecho servicio, aunque si recibes en cuenta del servir el penar, por mucho que me pagues siempre pensaré que me quedas en deuda. Podrás dezir que cómo pensé escrevirte; no te maravilles, que tu hermosura causó el afición, y el afición el deseo, y el deseo la pena, y la pena el atrevimiento, y si porque lo hize te pareciere que merezco la muerte, mándamela dar, que muy mejor es morir por tu causa que bevir sin tu esperança; y hablándote verdad, la muerte, sin que tú me la dieses yo mismo me la daría, por hallar en ella la libertad que en la vida busco, si tú no hovieses de quedar infamada por matadora; pues malaventurado fuese el remedio que a mí librase de pena y a ti te causase culpa. Por quitar tales inconvenientes, te suplico que hagas tu carta galardón de mis males, que aunque no me mate por lo que a ti toca, no podré bevir por lo que yo sufro, y todavía quedarás condenada. Si algund bien quisieres hazerme, no lo tardes; si no, no podrá ser que tengas tienpo de arepentirte y no lugar de remediarme.

Diego de San Pedro. Carta de Leriano a Laureola en Cárcel de Amor (1492).

jueves, 2 de febrero de 2012

Sabato: Castel y los gritos anónimos

Adaptación cinematográfica de El túnel (1987).
Me callé un momento y pensé, tratando de ver claro. Después agregué:
—Podría decirse que toda mi obra anterior es más superficial.
—¿Qué obra anterior?
—La anterior a la ventana.
Me concentré nuevamente y luego dije:
—No, no es eso exactamente, no es eso. No es que fuera más superficial.
¿Qué era, verdaderamente? Nunca, hasta ese momento, me había puesto a pensar en este problema; ahora me daba cuenta hasta qué punto había pintado la escena de la ventana como un sonámbulo.
—No, no es que fuera más superficial —agregué, como hablando para mí mismo—. No sé, todo esto tiene algo que ver con la humanidad en general, ¿comprende? Recuerdo que días antes de pintarla había leído que en un campo de concentración alguien pidió de comer y lo obligaron a comerse una rata viva. A veces creo que nada tiene sentido. En un planeta minúsculo que corre hacia la nada desde millones de años, nacemos en medio de dolores, crecemos, luchamos, nos enfermamos, sufrimos, hacemos sufrir, gritamos, morimos, mueren y otros están naciendo para volver a empezar la comedia inútil.
¿Sería eso, verdaderamente? Me quedé reflexionando en esa idea de falta de sentido. ¿Toda nuestra vida sería una serie de gritos anónimos en un desierto de astros indiferentes?

Ernesto Sabato. El túnel (1948).

miércoles, 1 de febrero de 2012

Camus: querer no significa nada...

José de Togores. Pareja en la playa.
Por la tarde, Marie vino a buscarme y me preguntó si quería casarme con ella. Le dije que me daba igual y que podíamos hacerlo si era su deseo. Me preguntó entonces si la quería. Contesté, como ya había hecho una vez, que nada significaba eso, pero que ciertamente no la quería. "¿Por qué te casarías entonces conmigo?", dijo ella. Le expliqué que la cosa no tenía importancia alguna, pero si ella lo deseaba podíamos casarnos. Además, era ella la que lo preguntaba y yo me limitaba a responder que sí. Comentó ella que el matrimonio era una cosa seria. Respondí: "No". Se calló por un momento y me miró en silencio. Después habló. Quería simplemente saber si yo habría aceptado la misma proposición de otra mujer, a la que hubiese estado unido de igual modo. Dije: "Naturalmente". Se preguntó entonces si ella me amaba a mí, pero yo nada podía decir sobre ese punto. Después de otro momento de silencio, musitó que yo era raro, que sin duda ella me quería por eso, pero que tal vez un día yo le repugnaría por las mismas razones. Como me callaba, porque nada tenía que añadir, me tomó del brazo sonriendo y declaró que quería casarse conmigo. Le dije que lo haríamos cuando quisiera. Le hablé entonces de la propuesta del patrón y Marie me dijo que le gustaría conocer París. Le expliqué que yo había vivido allí tiempo atrás y me preguntó cómo era. Le dije: "Es sucio. Hay palomas y patios oscuros. Las gentes tienen la piel blanca".

Albert Camus. El extranjero (1942).